Era el secretario político de nuestro partido en la región. Firmaba como Quintanilla sus artículos en la prensa clandestina. Un nombre que resultaba muy castellano. Usaba por entonces, como tantos otros dirigentes del peté, el típico bigote poblado. Varias veces apareció por la ciudad. Al principio, en la clandestinidad. La última visita la recuerdo bien y mantuvo una reunión con la célula universitaria. Estábamos en los inicios de la batalla autonomista, antes incluso de que se aprobase la Constitución. Nuestro partido hizo de ello una de sus prioridades. En su disertación defendió la línea a seguir con fruición. Nos llamó la atención que, a la vez que hablaba, cogía cigarrillos y los
iba destrozando poco a poco con los dedos. Una forma de no-fumar sin tragar humo y que a alguno le fastidió por el desperdicio de tabaco que suponía. Al cabo de los meses y algunas cosas más, vinieron las elecciones generales y municipales de 1979. Y también la unificación fallida con la oerreté. Al poco acabó dejando el cargo. Luego fuimos sabiendo que se buscó la vida como secretario de ayuntamiento, recalando en un pueblo burgalés. Que se alejó del partido antes de que se disolviera. Y que 1983, ya con el pesoe en el gobierno autonómico, ocupó una dirección general en la administración regional recién creada. En fin, el aburguesamiento, como decíamos entonces. Pero de eso han pasado muchos años... Más de cuarenta años. Llevo unos cuantos siguiendo algo sus pasos. Por eso he sabido que no tardó mucho tiempo en llegar al lugar de trabajo que le ha llevado la mayor parte de su vida profesional. Que fue escalando en el escalafón jerárquico hasta llegar a su cúspide, donde, por lo visto, se ha convertido en una figura reconocida. Dentro y fuera de la institución. Y he sabido también acerca de lo bien que se ha llevado con ese alcalde pepero de lengua fácil y amante de maniobras urbanísticas. Hasta algún disgustillo que otro ha tenido con la Justicia, pero ya se
sabe. Puede que ya se haya jubilado, pero lo ignoro. Atrás dejó su bigote, claro está. Desde hace tiempo es la barba la que cubre su cara. No abundante, sino moderada, propia de su condición de alto cargo de la administración municipal de una ciudad con pedigrí. ¡Qué tiempos!