En 1993 escribí una reflexión, a modo de análisis, sobre la situación del mundo, que titulé "La caída de los regímenes del este de Europa y el nuevo orden internacional". Todavía estábamos bajo el influjo de "la caída del muro de Berlín", aunque ya se empezaban a vislumbrar distintas tendencias de lo que ha acabado siendo las bases del mundo de nuestros días. Sólo haría ahora una matización de esa reflexión-análisis, al margen de la dimensión que han alcanzado situaciones como la mayor agresividad estadounidense, las resistencias en el mundo islámico o la evolución de los países del este de Europa. Y es lo que está ocurriendo en América Latina. Pero de ésta me ocuparé en otro momento, que da mucho de sí.
La caída de los regímenes del este de Europa y el nuevo orden internacional
Recientemente, el historiador británico J.H. Elliott manifestaba en un periódico la imprevisión de los historiadores a la hora de determinar algunos acontecimientos de nuestros días, tales como la vuelta del nacionalismo y el fundamentalismo o la caída del muro de Berlín. A poco que se preste un poco de atención a las noticias que nos ofrecen los distintos medios de comunicación (prensa, radio o televisión), se perciben con frecuencia reacciones de sorpresa sobre los acontecimientos de diversa índole que estamos viviendo y los cambios que se derivan, posiblemente de carácter político y económico en mayor medida. Según distintas fuentes, la propia CIA, todopoderosa en la información disponible, con los medios que tiene a su alcance y las numerosas, importantes y decisivas acciones que ha desarrollado y sigue desarrollando, parece que recibió con sorpresa la rapidez con la que se sucedieron los distintos acontecimientos que en torno a 1989 dieron lugar a la caída de los regímenes políticos de los países del este europeo. Independientemente de la posibilidad de haber previsto o no lo que hoy es una realidad, cualquier persona que reflexione e intente tomar conciencia del momento en que vivimos seguramente llegue a dos conclusiones: nos encontramos en un momento de cambios importantes y, consecuencia de lo anterior, el futuro que se puede derivar resulta una verdadera incógnita.
Si hay algo que puede ser el punto de partida a la hora de enmarcar lo que estamos tratando, es la consideración de que atrás hemos dejado una época en la historia y una nueva empieza a formarse. Atrás ha quedado un modelo de organización del mundo, cuya principal característica era la bipolaridad, tanto económica, política y militar. De un lado estaría el mundo de los llamados países occidentales, con cabeza en los EEUU, el capitalismo como sistema económico, la democracia como el sistema político más característico, sobre todo entre los países más ricos, y la OTAN como la fuerza militar. De otro lado estaría el conocido indistintamente como mundo socialista o comunista, con cabeza en la URSS, una economía estatalizada y de planificación centralizada, y el Pacto de Varsovia como fuerza militar. La conformación de esta estructura bipolar surgiría al finalizar la segunda guerra mundial, plasmada inicialmente con la aparición de la llamada "guerra fría". Las derivaciones que tuvo en las relaciones internacionales fueron importantes, no sólo por la separación clara que estableció entre los países ligados a cada una de las superpotencias (más acusada en los primeros años), sino también por la complejidad añadida tras la entrada en escena de los nuevos estados que iban surgiendo en el proceso de descolonización que se precipitó desde los años 50 (estados africanos y asiáticos en su mayoría).
Los componentes ideológicos que se sitúan en los orígenes de dichos modelos coinciden en la faceta alternativa y liberadora. El liberalismo económico y político se presentó en los siglos XVIII y XIX como alternativa frente al feudalismo y el absolutismo. En lo político, las contribuciones que ha hecho en la dignificación de las personas, como el reconocimiento de derechos, la participación política, la separación de poderes, etc. es necesario resaltarlas como uno de los hitos de la historia de la humanidad y parte irrenunciable del patrimonio de nuestros días. El problema se fue presentando cuando la concreción de esos principios se redujo al disfrute por una minoría de personas (la burguesía preferentemente), que marginó de la vida política a amplios sectores de la población durante bastante tiempo, identificó su libertad con la explotación más vil que se pudiera dar y el patriotismo que emanaba de sus bocas llevó a justificar la rapiña descarada y la matanza de millones de personas en guerras de ocupación y entre estados. Fue precisamente la acción de estos sectores marginados y explotados la que abrió sus posibilidades de participación y desde la defensa de sus intereses permitió el reconocimiento de nuevos derechos, después de numerosos y penosos sacrificios enfrentamientos y convulsiones. El modelo político de democracia, tal y como se entiende hoy en el mundo occidental, es consecuencia de la interacción de dichas fuerzas, del juego de presiones, reacciones y acuerdos que a lo largo de décadas la fueron configurando.
Los orígenes del movimiento socialista no son ajenos a las esperanzas que los trabajadores tenían como una manera de superar la realidad que con tanta dureza les castigaba. Se basa en la pretensión de fundir no sólo la igualdad política, sino también la económica, como la única forma de hacer efectivos ideales tan liberales como los de igualdad, libertad o fraternidad. Directa o indirectamente ha influido, como antes señalamos, en el desarrollo de los modelos políticos que, partiendo del liberalismo, han dado lugar a lo que hoy se conocen como democráticos. El socialismo también inspiró movimientos revolucionarios, como la revolución rusa de 1917, que generó grandes expectativas precisamente en unos momentos especialmente graves de la historia, cuando los problemas existentes en el mundo habían adquirido una dimensión sin precedentes, que llevaron a confrontaciones militares como la primera guerra mundial (llamada por sus contemporáneos la Gran Guerra), la colonización de continentes enteros por los países más desarrollados y la marginación política y explotación económica de importantes sectores de la población de estos últimos países.
En la confrontación ideológica entre los dos bloques, cada uno defendió los componentes liberadores con los que se presentaron en sus orígenes. Dentro del mundo occidental, y sobre todo desde los EEUU, la palabra libertad quizás fuese la más interesada y utilizada, en parte por el contenido que en dicho país tuvo desde su fundación y en parte también para enfatizar su contenido frente al mundo socialista, al que se identificaba con la negación de la misma. En el mundo socialista, por el contrario, se trataba de resaltar el acceso por todos los sectores de la población, en especial de los más desfavorecidos y proyectado a todos los países de la Tierra, a los logros que la humanidad iba adquiriendo, entre los que se encontraba la mayor parte de los principios liberales, universalizados desde la revolución francesa, y las demandas y conquistas sociales y políticas que a lo largo de los siglos XIX y XX se fueron dando. La idea de igualdad se erigía como uno de los pilares básicos del proyecto de un mundo nuevo, cobrando la idea de libertad un valor distinto y trastocando parte de los principios liberales: aquellos que, aun partiendo de la libertad individual, podían lesionar a otras personas y dar lugar a diferenciaciones sociales, como era el caso de la propiedad privada. Sin entrar ahora en lo que de realidad tenían los discursos ideológicos respectivos, los apoyos explícitos que recibieron entre amplios sectores de la población mundial fueron innegables, aunque sin olvidar que, en líneas generales, dichos apoyos se establecieron fundamentalmente en relación a factores sociales bastante claros.
Determinar cuáles son las causas que han llevado al derrumbe de los regímenes del este de Europa es una tarea compleja, como lo es todo aquello que se encuentra en la esfera del conocimiento social. Si además añadimos a esto la cercanía temporal e incluso el propio hecho de que aún se está viviendo el proceso de cambios y que, por lo tanto, no se han perfilado en muchos casos sus consecuencias finales, la complejidad aumenta. El ejemplo que nos puede resultar más evidente es el de la actual Rusia, la base de la antigua URSS, donde la inestabilidad general que vive (problemas políticos y económicos que se mezclan junto a problemas territoriales) nos impide vislumbrar con claridad su futuro.
Sin menospreciar estas dificultades, podemos destacar tres grandes vías de explicación: la primera de ellas se basa en la irracionalidad natural que tiene el socialismo como sistema y que inevitablemente le aboca a su fracaso. Se preocupan ante todo de definir los rasgos con los que se ha presentado el sistema históricamente (preponderancia de la propiedad colectiva, limitaciones a la libertad de las personas, ausencia de representatividad democrática, etc.) y, dado que oficialmente era considerado como tal por sus ideólogos y dirigentes, era sencillo presentar a los regímenes habidos a lo largo del siglo como la ilustración más diáfana de cómo es y cómo se comporta dicho sistema. Su derrumbe es la prueba más clara de la irracionalidad sobre la que estaban construidos, sin menospreciar el componente maniqueísta sobre el que se construía dicha argumentación: el triunfo del bien sobre el mal. Esta vía de interpretación encuentra sus defensores claramente entre los partidarios del liberalismo, tanto político como económico. Admiten el término socialismo para denominar a dichos regímenes, pero utilizan con más frecuencia el de comunismo.
Una segunda vía de explicación está basada en lo no apropiado que resulta identificar a dichos regímenes con el socialismo: su naturaleza estaba lejos de serlo, por lo que no sólo basta con establecer los rasgos del sistema surgido históricamente, sino interpretarlos en relación al pensamiento socialista. A pesar de los objetivos trazados en los primeros momentos de su formación, con el tiempo se fueron trastocando, por lo que existía una contradicción entre la realidad del sistema y lo que oficialmente se proclamaba, que finalmente se resolvió con su fracaso, ante la imposibilidad de resolver los problemas y los retos que se le presentaban. Entre éstos se encontrarían ciertos elementos irracionales, falta de democracia real, desventaja en la competencia con la otra superpotencia, etc. Dentro de esta vía de explicación hay que incluir principalmente a personas que ven en el socialismo como algo deseable y posible.
La tercera vía habría que relacionarla con aquellas personas que se han sentido identificados, en mayor o menor grado, con los regímenes del este de Europa y continúan haciéndolo con algunos de los que aún hoy perviven. No existe acuerdo sobre cuáles han sido las causas que han provocado el derrumbamiento del sistema, si bien podríamos destacar entre ellas a dos: las dificultades económicas (derivadas de errores del sistema, la competencia con los EEUU, etc.) y la traición de sus principales dirigentes. Los acontecimientos dramáticos que están viviendo esos países se consideran como pruebas del error de pretender cambiar un sistema que funcionaba y ofrecía cierto bienestar y tranquilidad a la población.
Ya desde sus primeros momentos surgieron disensiones en determinar lo que debería caracterizar una sociedad alternativa, como ocurrió, por ejemplo, durante el siglo XIX con las polémicas habidas entre socialistas utópicos y científicos, entre anarquistas y marxistas o, ya en los primeros años del siglo XX, entre reformistas y revolucionarios. Tras la revolución rusa también aparecieron voces dentro del campo revolucionario que negaban, ponían en duda o señalaban limitaciones en la naturaleza liberadora del proyecto nuevo y en construcción. Sobre esto no eran ajenas las opiniones de Rosa Luxemburgo, la misma postura de uno de sus protagonistas más significativos como fue Trotski, la división producida con Mao en China, la aparición del eurocomunismo en los partidos comunistas del mundo occidental, etc.
Rota la etapa de bipolaridad, no podemos hablar de la existencia de una única fuerza caracterizadora por sí misma del mundo de nuestros días, pero sí de una fuerza que configura las estructuras básicas de dominación y control. Quizás hoy más que en otras ocasiones asistimos a una consideración de que los rasgos definidores del mundo occidental son el modelo ideal, al que a lo sumo hay que reformar. Para ser más concretos, el capitalismo se nos presenta hoy como el sistema económico más racional, más libre y que genera más riqueza, a la vez que los sistemas políticos que se dan en los países más ricos garantizan los niveles de participación y libertad mayores. Fue frecuente en otros momentos el tópico de "el menos malo de los sistemas", referido tanto al capitalismo como a la democracia política, pero hoy, perdido el referente de su antiguo contrincante, parece haber desaparecido la humildad que expresaba dicho tópico para ser sustituido por una conclusión más categórica: el triunfo rotundo de un modelo sobre otro. La supravaloración que conllevan todas estas opiniones conduce a veces a considerarlo como eterno, de lo que no son ajenas voces como las de Francis Fukuyama proclamando el fin de la Historia. Es significativa la reacción que se vive en los países del este europeo ante las carencias en necesidades vitales, considerando el capitalismo como un sueño a alcanzar, aunque de momento se tengan que conformar con emigrar a los propios países capitalistas a cambio, en muchas ocasiones, de una denigración de su dignidad como personas. También resultan alarmantes en los países ricos los llamamientos cada vez mayores a un progresivo desmantelamiento de los servicios que el estado ofrece a los sectores sociales más desfavorecidos, so pretexto de lo caro que resulta su mantenimiento, o a un nuevo modelo de relaciones laborales.
El nuevo orden internacional ha trastocado el modelo anterior de tal manera que asistimos al control por parte de los EEUU como la única superpotencia. Si tuviéramos que ilustrar lo que decimos, igual que la caída del muro de Berlín es la imagen que resume el fin de la etapa precedente, la guerra del Golfo de 1991 es la imagen de la nueva realidad: EEUU golpea certera y despiadadamente a Iraq, con sus aliados de comparsas (sobre todo, Gran Bretaña y Francia) y, lo que es más importante, con la aquiescencia de su antes enemiga (la rebautizada Rusia) y bajo la cobertura legal de la ONU. No podemos menospreciar la aparición de elementos nuevos e insospechados, por lo que cabe preguntarnos por el futuro de esta hegemonía de los EEUU, teniendo en cuenta que el potencial económico, décadas atrás aplastante, está decreciendo y sufre la competencia de nuevas potencias económicas, como es el caso de Japón o Alemania. Sabemos que los imperios a lo largo de la historia han empezado su decadencia en el ámbito económico, manteniendo durante más tiempo el potencial militar, no siendo baladí el preguntarse si nos encontramos ante el comienzo de la decadencia de los EEUU como superpotencia. El futuro del ordenamiento internacional pasará seguramente por los cambios que se están operando en el mundo occidental, más homogéneo cuando se enfrentaba al mundo socialista y donde era fácil identificar entre los países ricos el sistema económico, el sistema político y el liderazgo en todos los aspectos de los EEUU. Los apuros económicos de este país y el creciente protagonismo de otras potencias económicas (Japón, Alemania...) pueden alterar la situación.
El predominio claro que existe del modelo occidental no significa la inexistencia de otras fuerzas externas, de signos y en ámbitos diferentes. Podemos destacar dos casos, por la dimensión espacial y humana que tienen, el potencial económico que anuncian y el dinamismo con que están actuando: el mundo islámico y China. El mundo islámico, bastante vinculado a una tradición cultural rica y profunda, está conociendo el resurgimiento y expansión de movimientos de carácter integrista e incluso su acceso al poder en algunos casos (como ocurrió en Irán desde 1979). Una de sus principales características posiblemente sea el que pretenden extender la esfera de lo religioso al espacio civil, dentro de los contenidos que dicha religión tiene desde sus orígenes. Indagar sobre las causas que permiten un amplio apoyo entre la población de estos países y la rapidez con que se está realizando no es ajeno a dos factores: el empobrecimiento progresivo que viven, agravado a veces por la creciente presión demográfica, y el sentimiento de colonización cultural que les lleva a refugiarse en una tradición que al menos les permite el consuelo de una identidad colectiva propia.
En el caso de China, que ya resultó especial dentro del fenecido mundo socialista dadas las relaciones difíciles que mantuvo y que marcaron una dirección peculiar, después de una serie de determinados avatares políticos, en la actualidad vive un proceso de modernización, sobre todo en lo económico (con la introducción de elementos claramente capitalistas), aunque en lo político apenas llegue a tímidas reformas. Estos cambios no dejan de ser un enigma y en lo que finalmente desemboquen es motivo de reflexión, dado el potencial humano del que dispone.
El optimismo al que antes nos referimos ha llevado a olvidar los problemas existentes, sobre todo durante los primeros momentos en que se derrumbaban los regímenes del este de Europa. Pero el hambre, la degradación medioambiental, la violación de los derechos humanos, las dictaduras, la situación de las mujeres, etc. no han desaparecido. A última hora parece que se ha perdido la euforia y una mayor preocupación y conciencia por lo que pasa renacen, cuando la situación se ha ido agravando, nuevos problemas aparecen o se dejan sentir más los que ya existían. La emigración desde los países del Tercer Mundo, la racismo y la xenofobia que genera, la expansión del nacionalismo, sobre todo en los antiguos países socialistas, el aumento creciente del número de guerras... son una buena muestra de lo que decimos. Surgen, pues, nuevos interrogantes, cuyas respuestas nos obligan a considerar de nuevo el futuro con algo más que un simple y peligroso optimismo.
En general se puede percibir en mucha gente una sensación de desorientación, porque se asiste a un continuo fluir de acontecimientos, a cuál más diferente, sin saber por qué ocurren, quién los provoca, a dónde nos llevan. La percepción que tenemos de ello está generando un clima de incertidumbre colectiva y las valoraciones y reacciones que se dan están relacionadas en gran medida con el grado en que afectan a la gente. Con frecuencia se recurre a formas tradicionales de explicación, adormecidas, ocultas o no tenidas en cuenta hasta ahora, que han ido pasando de generación en generación, pero fácil de utilizar por la simplicidad con que están establecidas. La religiosidad, expresada de múltiples maneras, quizás sea la forma más extendida y característica. En otras ocasiones lo lógico es dejarse llevar por lo que proviene de medios ideológicos insertos en las esferas de lo que hoy es dominante. Lo que tienen en común ambas posturas es que, lejos de indagar en las causas profundas que dan lugar a este estado de cosas, sirven para enmascarar la verdadera realidad. La coyuntura de crisis económica que empezamos una vez más a sufrir, es un factor nuevo y discordante que agravará aún más la situación.
La caída de los regímenes del este de Europa y el nuevo orden internacional
Recientemente, el historiador británico J.H. Elliott manifestaba en un periódico la imprevisión de los historiadores a la hora de determinar algunos acontecimientos de nuestros días, tales como la vuelta del nacionalismo y el fundamentalismo o la caída del muro de Berlín. A poco que se preste un poco de atención a las noticias que nos ofrecen los distintos medios de comunicación (prensa, radio o televisión), se perciben con frecuencia reacciones de sorpresa sobre los acontecimientos de diversa índole que estamos viviendo y los cambios que se derivan, posiblemente de carácter político y económico en mayor medida. Según distintas fuentes, la propia CIA, todopoderosa en la información disponible, con los medios que tiene a su alcance y las numerosas, importantes y decisivas acciones que ha desarrollado y sigue desarrollando, parece que recibió con sorpresa la rapidez con la que se sucedieron los distintos acontecimientos que en torno a 1989 dieron lugar a la caída de los regímenes políticos de los países del este europeo. Independientemente de la posibilidad de haber previsto o no lo que hoy es una realidad, cualquier persona que reflexione e intente tomar conciencia del momento en que vivimos seguramente llegue a dos conclusiones: nos encontramos en un momento de cambios importantes y, consecuencia de lo anterior, el futuro que se puede derivar resulta una verdadera incógnita.
Si hay algo que puede ser el punto de partida a la hora de enmarcar lo que estamos tratando, es la consideración de que atrás hemos dejado una época en la historia y una nueva empieza a formarse. Atrás ha quedado un modelo de organización del mundo, cuya principal característica era la bipolaridad, tanto económica, política y militar. De un lado estaría el mundo de los llamados países occidentales, con cabeza en los EEUU, el capitalismo como sistema económico, la democracia como el sistema político más característico, sobre todo entre los países más ricos, y la OTAN como la fuerza militar. De otro lado estaría el conocido indistintamente como mundo socialista o comunista, con cabeza en la URSS, una economía estatalizada y de planificación centralizada, y el Pacto de Varsovia como fuerza militar. La conformación de esta estructura bipolar surgiría al finalizar la segunda guerra mundial, plasmada inicialmente con la aparición de la llamada "guerra fría". Las derivaciones que tuvo en las relaciones internacionales fueron importantes, no sólo por la separación clara que estableció entre los países ligados a cada una de las superpotencias (más acusada en los primeros años), sino también por la complejidad añadida tras la entrada en escena de los nuevos estados que iban surgiendo en el proceso de descolonización que se precipitó desde los años 50 (estados africanos y asiáticos en su mayoría).
Los componentes ideológicos que se sitúan en los orígenes de dichos modelos coinciden en la faceta alternativa y liberadora. El liberalismo económico y político se presentó en los siglos XVIII y XIX como alternativa frente al feudalismo y el absolutismo. En lo político, las contribuciones que ha hecho en la dignificación de las personas, como el reconocimiento de derechos, la participación política, la separación de poderes, etc. es necesario resaltarlas como uno de los hitos de la historia de la humanidad y parte irrenunciable del patrimonio de nuestros días. El problema se fue presentando cuando la concreción de esos principios se redujo al disfrute por una minoría de personas (la burguesía preferentemente), que marginó de la vida política a amplios sectores de la población durante bastante tiempo, identificó su libertad con la explotación más vil que se pudiera dar y el patriotismo que emanaba de sus bocas llevó a justificar la rapiña descarada y la matanza de millones de personas en guerras de ocupación y entre estados. Fue precisamente la acción de estos sectores marginados y explotados la que abrió sus posibilidades de participación y desde la defensa de sus intereses permitió el reconocimiento de nuevos derechos, después de numerosos y penosos sacrificios enfrentamientos y convulsiones. El modelo político de democracia, tal y como se entiende hoy en el mundo occidental, es consecuencia de la interacción de dichas fuerzas, del juego de presiones, reacciones y acuerdos que a lo largo de décadas la fueron configurando.
Los orígenes del movimiento socialista no son ajenos a las esperanzas que los trabajadores tenían como una manera de superar la realidad que con tanta dureza les castigaba. Se basa en la pretensión de fundir no sólo la igualdad política, sino también la económica, como la única forma de hacer efectivos ideales tan liberales como los de igualdad, libertad o fraternidad. Directa o indirectamente ha influido, como antes señalamos, en el desarrollo de los modelos políticos que, partiendo del liberalismo, han dado lugar a lo que hoy se conocen como democráticos. El socialismo también inspiró movimientos revolucionarios, como la revolución rusa de 1917, que generó grandes expectativas precisamente en unos momentos especialmente graves de la historia, cuando los problemas existentes en el mundo habían adquirido una dimensión sin precedentes, que llevaron a confrontaciones militares como la primera guerra mundial (llamada por sus contemporáneos la Gran Guerra), la colonización de continentes enteros por los países más desarrollados y la marginación política y explotación económica de importantes sectores de la población de estos últimos países.
En la confrontación ideológica entre los dos bloques, cada uno defendió los componentes liberadores con los que se presentaron en sus orígenes. Dentro del mundo occidental, y sobre todo desde los EEUU, la palabra libertad quizás fuese la más interesada y utilizada, en parte por el contenido que en dicho país tuvo desde su fundación y en parte también para enfatizar su contenido frente al mundo socialista, al que se identificaba con la negación de la misma. En el mundo socialista, por el contrario, se trataba de resaltar el acceso por todos los sectores de la población, en especial de los más desfavorecidos y proyectado a todos los países de la Tierra, a los logros que la humanidad iba adquiriendo, entre los que se encontraba la mayor parte de los principios liberales, universalizados desde la revolución francesa, y las demandas y conquistas sociales y políticas que a lo largo de los siglos XIX y XX se fueron dando. La idea de igualdad se erigía como uno de los pilares básicos del proyecto de un mundo nuevo, cobrando la idea de libertad un valor distinto y trastocando parte de los principios liberales: aquellos que, aun partiendo de la libertad individual, podían lesionar a otras personas y dar lugar a diferenciaciones sociales, como era el caso de la propiedad privada. Sin entrar ahora en lo que de realidad tenían los discursos ideológicos respectivos, los apoyos explícitos que recibieron entre amplios sectores de la población mundial fueron innegables, aunque sin olvidar que, en líneas generales, dichos apoyos se establecieron fundamentalmente en relación a factores sociales bastante claros.
Determinar cuáles son las causas que han llevado al derrumbe de los regímenes del este de Europa es una tarea compleja, como lo es todo aquello que se encuentra en la esfera del conocimiento social. Si además añadimos a esto la cercanía temporal e incluso el propio hecho de que aún se está viviendo el proceso de cambios y que, por lo tanto, no se han perfilado en muchos casos sus consecuencias finales, la complejidad aumenta. El ejemplo que nos puede resultar más evidente es el de la actual Rusia, la base de la antigua URSS, donde la inestabilidad general que vive (problemas políticos y económicos que se mezclan junto a problemas territoriales) nos impide vislumbrar con claridad su futuro.
Sin menospreciar estas dificultades, podemos destacar tres grandes vías de explicación: la primera de ellas se basa en la irracionalidad natural que tiene el socialismo como sistema y que inevitablemente le aboca a su fracaso. Se preocupan ante todo de definir los rasgos con los que se ha presentado el sistema históricamente (preponderancia de la propiedad colectiva, limitaciones a la libertad de las personas, ausencia de representatividad democrática, etc.) y, dado que oficialmente era considerado como tal por sus ideólogos y dirigentes, era sencillo presentar a los regímenes habidos a lo largo del siglo como la ilustración más diáfana de cómo es y cómo se comporta dicho sistema. Su derrumbe es la prueba más clara de la irracionalidad sobre la que estaban construidos, sin menospreciar el componente maniqueísta sobre el que se construía dicha argumentación: el triunfo del bien sobre el mal. Esta vía de interpretación encuentra sus defensores claramente entre los partidarios del liberalismo, tanto político como económico. Admiten el término socialismo para denominar a dichos regímenes, pero utilizan con más frecuencia el de comunismo.
Una segunda vía de explicación está basada en lo no apropiado que resulta identificar a dichos regímenes con el socialismo: su naturaleza estaba lejos de serlo, por lo que no sólo basta con establecer los rasgos del sistema surgido históricamente, sino interpretarlos en relación al pensamiento socialista. A pesar de los objetivos trazados en los primeros momentos de su formación, con el tiempo se fueron trastocando, por lo que existía una contradicción entre la realidad del sistema y lo que oficialmente se proclamaba, que finalmente se resolvió con su fracaso, ante la imposibilidad de resolver los problemas y los retos que se le presentaban. Entre éstos se encontrarían ciertos elementos irracionales, falta de democracia real, desventaja en la competencia con la otra superpotencia, etc. Dentro de esta vía de explicación hay que incluir principalmente a personas que ven en el socialismo como algo deseable y posible.
La tercera vía habría que relacionarla con aquellas personas que se han sentido identificados, en mayor o menor grado, con los regímenes del este de Europa y continúan haciéndolo con algunos de los que aún hoy perviven. No existe acuerdo sobre cuáles han sido las causas que han provocado el derrumbamiento del sistema, si bien podríamos destacar entre ellas a dos: las dificultades económicas (derivadas de errores del sistema, la competencia con los EEUU, etc.) y la traición de sus principales dirigentes. Los acontecimientos dramáticos que están viviendo esos países se consideran como pruebas del error de pretender cambiar un sistema que funcionaba y ofrecía cierto bienestar y tranquilidad a la población.
Ya desde sus primeros momentos surgieron disensiones en determinar lo que debería caracterizar una sociedad alternativa, como ocurrió, por ejemplo, durante el siglo XIX con las polémicas habidas entre socialistas utópicos y científicos, entre anarquistas y marxistas o, ya en los primeros años del siglo XX, entre reformistas y revolucionarios. Tras la revolución rusa también aparecieron voces dentro del campo revolucionario que negaban, ponían en duda o señalaban limitaciones en la naturaleza liberadora del proyecto nuevo y en construcción. Sobre esto no eran ajenas las opiniones de Rosa Luxemburgo, la misma postura de uno de sus protagonistas más significativos como fue Trotski, la división producida con Mao en China, la aparición del eurocomunismo en los partidos comunistas del mundo occidental, etc.
Rota la etapa de bipolaridad, no podemos hablar de la existencia de una única fuerza caracterizadora por sí misma del mundo de nuestros días, pero sí de una fuerza que configura las estructuras básicas de dominación y control. Quizás hoy más que en otras ocasiones asistimos a una consideración de que los rasgos definidores del mundo occidental son el modelo ideal, al que a lo sumo hay que reformar. Para ser más concretos, el capitalismo se nos presenta hoy como el sistema económico más racional, más libre y que genera más riqueza, a la vez que los sistemas políticos que se dan en los países más ricos garantizan los niveles de participación y libertad mayores. Fue frecuente en otros momentos el tópico de "el menos malo de los sistemas", referido tanto al capitalismo como a la democracia política, pero hoy, perdido el referente de su antiguo contrincante, parece haber desaparecido la humildad que expresaba dicho tópico para ser sustituido por una conclusión más categórica: el triunfo rotundo de un modelo sobre otro. La supravaloración que conllevan todas estas opiniones conduce a veces a considerarlo como eterno, de lo que no son ajenas voces como las de Francis Fukuyama proclamando el fin de la Historia. Es significativa la reacción que se vive en los países del este europeo ante las carencias en necesidades vitales, considerando el capitalismo como un sueño a alcanzar, aunque de momento se tengan que conformar con emigrar a los propios países capitalistas a cambio, en muchas ocasiones, de una denigración de su dignidad como personas. También resultan alarmantes en los países ricos los llamamientos cada vez mayores a un progresivo desmantelamiento de los servicios que el estado ofrece a los sectores sociales más desfavorecidos, so pretexto de lo caro que resulta su mantenimiento, o a un nuevo modelo de relaciones laborales.
El nuevo orden internacional ha trastocado el modelo anterior de tal manera que asistimos al control por parte de los EEUU como la única superpotencia. Si tuviéramos que ilustrar lo que decimos, igual que la caída del muro de Berlín es la imagen que resume el fin de la etapa precedente, la guerra del Golfo de 1991 es la imagen de la nueva realidad: EEUU golpea certera y despiadadamente a Iraq, con sus aliados de comparsas (sobre todo, Gran Bretaña y Francia) y, lo que es más importante, con la aquiescencia de su antes enemiga (la rebautizada Rusia) y bajo la cobertura legal de la ONU. No podemos menospreciar la aparición de elementos nuevos e insospechados, por lo que cabe preguntarnos por el futuro de esta hegemonía de los EEUU, teniendo en cuenta que el potencial económico, décadas atrás aplastante, está decreciendo y sufre la competencia de nuevas potencias económicas, como es el caso de Japón o Alemania. Sabemos que los imperios a lo largo de la historia han empezado su decadencia en el ámbito económico, manteniendo durante más tiempo el potencial militar, no siendo baladí el preguntarse si nos encontramos ante el comienzo de la decadencia de los EEUU como superpotencia. El futuro del ordenamiento internacional pasará seguramente por los cambios que se están operando en el mundo occidental, más homogéneo cuando se enfrentaba al mundo socialista y donde era fácil identificar entre los países ricos el sistema económico, el sistema político y el liderazgo en todos los aspectos de los EEUU. Los apuros económicos de este país y el creciente protagonismo de otras potencias económicas (Japón, Alemania...) pueden alterar la situación.
El predominio claro que existe del modelo occidental no significa la inexistencia de otras fuerzas externas, de signos y en ámbitos diferentes. Podemos destacar dos casos, por la dimensión espacial y humana que tienen, el potencial económico que anuncian y el dinamismo con que están actuando: el mundo islámico y China. El mundo islámico, bastante vinculado a una tradición cultural rica y profunda, está conociendo el resurgimiento y expansión de movimientos de carácter integrista e incluso su acceso al poder en algunos casos (como ocurrió en Irán desde 1979). Una de sus principales características posiblemente sea el que pretenden extender la esfera de lo religioso al espacio civil, dentro de los contenidos que dicha religión tiene desde sus orígenes. Indagar sobre las causas que permiten un amplio apoyo entre la población de estos países y la rapidez con que se está realizando no es ajeno a dos factores: el empobrecimiento progresivo que viven, agravado a veces por la creciente presión demográfica, y el sentimiento de colonización cultural que les lleva a refugiarse en una tradición que al menos les permite el consuelo de una identidad colectiva propia.
En el caso de China, que ya resultó especial dentro del fenecido mundo socialista dadas las relaciones difíciles que mantuvo y que marcaron una dirección peculiar, después de una serie de determinados avatares políticos, en la actualidad vive un proceso de modernización, sobre todo en lo económico (con la introducción de elementos claramente capitalistas), aunque en lo político apenas llegue a tímidas reformas. Estos cambios no dejan de ser un enigma y en lo que finalmente desemboquen es motivo de reflexión, dado el potencial humano del que dispone.
El optimismo al que antes nos referimos ha llevado a olvidar los problemas existentes, sobre todo durante los primeros momentos en que se derrumbaban los regímenes del este de Europa. Pero el hambre, la degradación medioambiental, la violación de los derechos humanos, las dictaduras, la situación de las mujeres, etc. no han desaparecido. A última hora parece que se ha perdido la euforia y una mayor preocupación y conciencia por lo que pasa renacen, cuando la situación se ha ido agravando, nuevos problemas aparecen o se dejan sentir más los que ya existían. La emigración desde los países del Tercer Mundo, la racismo y la xenofobia que genera, la expansión del nacionalismo, sobre todo en los antiguos países socialistas, el aumento creciente del número de guerras... son una buena muestra de lo que decimos. Surgen, pues, nuevos interrogantes, cuyas respuestas nos obligan a considerar de nuevo el futuro con algo más que un simple y peligroso optimismo.
En general se puede percibir en mucha gente una sensación de desorientación, porque se asiste a un continuo fluir de acontecimientos, a cuál más diferente, sin saber por qué ocurren, quién los provoca, a dónde nos llevan. La percepción que tenemos de ello está generando un clima de incertidumbre colectiva y las valoraciones y reacciones que se dan están relacionadas en gran medida con el grado en que afectan a la gente. Con frecuencia se recurre a formas tradicionales de explicación, adormecidas, ocultas o no tenidas en cuenta hasta ahora, que han ido pasando de generación en generación, pero fácil de utilizar por la simplicidad con que están establecidas. La religiosidad, expresada de múltiples maneras, quizás sea la forma más extendida y característica. En otras ocasiones lo lógico es dejarse llevar por lo que proviene de medios ideológicos insertos en las esferas de lo que hoy es dominante. Lo que tienen en común ambas posturas es que, lejos de indagar en las causas profundas que dan lugar a este estado de cosas, sirven para enmascarar la verdadera realidad. La coyuntura de crisis económica que empezamos una vez más a sufrir, es un factor nuevo y discordante que agravará aún más la situación.
(1993)