Se sabe que lleva décadas embolsándose millonadas (de euros o dólares, es lo mismo). Que lo ha ocultado en paraísos fiscales, cuando no se ha dedicado a contar una parte con una maquinita automática. Que a todo eso ha unido correrías y juergas con amiguetes y amiguitas. Que ha tenido la complicidad directa de allegados y allegadas, a quienes ha retribuido generosamente. Que quienes los sabían, han mirado para otro lado, con excusas peregrinas como, por ejemplo, la de la estabilidad institucional. Que se vio obligado a abdicar porque se le pilló in fraganti en una de esas correrías, teniendo que reconocer que se había equivocado y prometiendo que no volvería a ocurrir. Que eso no fue óbice para siguiera con las suyas. Que el hijo tuvo que anunciar que renunciaba a su herencia y le retiraba la asignación oficial, aprovechando, claro está, que vivíamos en pleno síndrome covi-19. Que luego se marchó del país, primero sin decir dónde y luego anunciando que estaba residiendo en una monarquía amiga y ejemplar. Que poco le falto para empezar a decir que se aburría y que tenía morriña. Que, según se iba informando de sus quehaceres, dijo que iba a regularizar (¡ejem!) su situación con Hacienda. Que la seguridad en su retiro dorado corre a cargo de los fondos del Estado. Y que ahora nos enteramos que Patrimonio Nacional se encarga de pagar a quienes se desplazan a su retiro dorado para asistirle en sus necesidades. También que hemos sabido que la asesoría jurídica del Congreso ve legal que se investigue desde esa institución lo que el emérito está haciendo. Pero, claro, nos topamos con los grupos que se niegan a hacerlo. De un lado, los que identifican la Constitución con la monarquía. De otro, ese partido, que está en el gobierno, que popularizó en su día a eso del juancarlismo. ¡Venga ya!, ¿a qué están jugando? ¡Cómo se está(n) riendo del personal!