Estamos ante una obra que reivindica el valor de las mujeres, como sustentadoras del día a día. La abuela Teresa, la madre-patrona Sofía y las criadas de la casa, Adela y Cleo. Cada una, en su rol de género, de clase social y de raza. En todo caso, la protagonista principal, Cleo, es la clave de todo. Indígena de Oaxaca, como su otra compañera, es el eje de la película. Por ella, pese a su extrema humildad, pasa lo que va ocurriendo. Es ella la que vive lo propio y lo ajeno como una testigo silenciosa, cuasi muda. En parte, porque habla ante todo el mixteco, pero también porque está situada en el último escalón de la sociedad. Como mujer, criada e indígena. Es cierto que de lo primero Sofía acaba reconociendo que de las mujeres depende todo, después de tener que sufrir las ausencias y marcha final del marido. Pero es la patrona, no la criada, y criolla, no indígena.
Que una película de nuestros días tenga un ritmo lento, resulta altamente extraño. Pero en nada aburre, sino todo lo contrario. Porque nos mete de lleno en cada situación y nos permite deleitarnos, cuando ocurre, la belleza que se desprende de algunas imágenes y escenas. La hay, por ejemplo, cuando Cleo y y el hijo menor se tumban sobre las losas, simulando la muerte, mientras el goteo de la ropa tendida se interpone en sus figuras y finalmente la ropa acaba enmarcando la escena como si fuera un cuadro. La hay también en la forma que Cleo tiene de limpiar-purificar las cacas que el perro deposita cada día en el portal de la casa. O en la pirámide de afectos humanos que construyen en la playa Sofía, sus vástagos y la propia Cleo.
El lugar y el tiempo son identificables. Estamos en un barrio de clase media-alta de la capital mexicana. El que da nombre a la película. Y un hecho permite que nos situemos temporalmente: en 1971, cuando la masacre de estudiantes del Jueves de Corpus en el entorno de la plaza de Tlatelolco. La misma que tres años antes conoció otra masacre, ocurrida poco antes del inicio de los Juegos Olímpicos. Pero si en ésta fueron las fuerzas del orden las que dispararon, en 1971 los verdugos fueron un grupo fascista paramilitar, Los Halcones. Muertes que ponen en entredicho a quien presidía entonces México, Luis Echeverría, y el papel jugado por el imperio situado al norte del río Grande, con sus CIA y la financiación de grupos fascistas.
Y es que el haber optado por el blanco y negro, aun cuando sea también poco común, lo que hace es reforzar el tono de la película. Porque lo que se cuenta en ella es dramático. En la historia que se cuenta de sus protagonistas, con sus vivencias, y en el contexto donde actúan. El de una sociedad violenta. En lo estructural y en lo cultural. En lo implícito y en lo directo.
Me referí antes Eisenstein y no creo equivocarme en lo que voy a exponer a continuación. No pretendo comparar los estilos de las dos películas, pero sí resaltar algunos aspectos que me parecen concordantes. Además del blanco y negro, está el ritmo de algunas escenas que se hacen en su lentitud más descriptivas, desde lo concreto hasta lo más general. Desde lo aparentemente anecdótico hasta convertirlo en simbólico. E incluso desde la tristeza general hasta el sarcasmo ocasional. Volviendo a los ejemplos, ¿acaso las cacas del perro en el portal que aparecen tan frecuentemente no pueden simbolizar una sociedad estructuralmente podrida? ¿O la forma de limpiarla por la protagonista, capaz de hacerlo desde su dignidad y pureza como persona? ¿O la inutilidad en la forma de aparcar el coche Triumph en el portal, prueba de la falsa fachada de una familia pequeño-burguesa rota? ¿O el cambio, al final de la película, del coche mamotrético por otro más acorde con lo que será la nueva situación familiar, cuando Sofía ha decidido ponerse a trabajar para rehacer su vida?
Esto es lo que me ha parecido Roma, de
Alfonso Cuarón, que ha declarado que se ha inspirado en sus vivencias de
infancia en ese barrio. Lo que ha hecho, en todo caso, es diseccionar ese momento en toda su dimensión. Y lo ha hecho con belleza y maestría. Que ya es mucho.