Hace unos días Cuarto Poder publicó un artículo de Pablo Castaño, "Tres claves para entender a los 'chalecos amarillos'", donde se hace un análisis clarificador. Un intento por diseccionar un movimiento contradictorio, pero también como un proceso, donde las reivindicaciones se han ido ampliando y han dado forma a una plataforma social y política que pone al descubierto las fisuras del modelo neoliberal. Ayer El País publicó otro artículo, "Anatomía de los 'chalecos amarillos'", en el que su autor, Marc Bassets, expone diez claves para ayudar a entender lo que está ocurriendo en Francia. Sin Permiso, a su vez, nos ofreció también ayer una entrevista realizada al geógrafo francés Christophe Guilluy, con el título "La Francia popular impone su diagnóstico". Podría seguir con más artículos (Rebelión ofrece cada día al menos un artículo), pero creo que puedo permitirme dar una opinión, siempre, como en casi todas las ocasiones, con las necesarias reservas.
Puedo decir que, como todo conflicto, el de los chalecos amarillos es síntoma de algo. En este caso, un conflicto que se está dando en el corazón de los países ricos y que está teniendo como protagonistas a personas que habitan no tanto en la periferia del sistema como en un anillo intermedio. Surgido en las pequeñas y medianas ciudades, la primera de las reivindicaciones, la bajada del precio de los carburantes, ponía al descubierto una realidad: tal subida afectaba a quienes, a falta de otra alternativa, necesitan utilizar su vehículo privado para acceder a sus lugares de trabajo; o a quienes tienen un vehículo como una de las bases de su actividad económica. Mientras en los principales centros urbanos los transportes colectivos permiten la movilidad a la mayoría, en esas ciudades pequeñas y medianas el encarecimiento de los combustibles afecta a los bolsillos de la gente con recursos limitados o de quienes disponen de pequeñas empresas. Esto último explicaría el apoyo de grupos de extrema derecha, más presente en la Francia rural y de las ciudades pequeñas.
El perfil socioeconómico estaría personificado en gente de clase media-baja y media; lo primero, entre personas empleadas con salarios bajos o en paro; lo segundo, entre el pequeño empresariado. Para Bassets, siguiendo un estudio realizado por un colectivo de profesionales y publicado en Le Monde, personas con una 30% de ingresos inferiores a la media y con escasa representación de quienes viven en los extrarradios de las grandes ciudades, donde la presencia de población de origen inmigrantes mayor.
Es, en fin, lo que para Guilluy supone "la traducción de treinta años de recomposición económica que han conducido a una gran fragilización social y a un nuevo reparto geográfico de los ciudadanos en el territorio".
La ampliación de las reivindicaciones, fruto de la forma de organización y comunicación, basada en el empleo creativo de las redes sociales, ha puesto al descubierto unas aspiraciones que pueden ser asumidas por más gente y entran dentro de la categoría de reivindicaciones progresistas y, ante todo, contrarias al modelo económico neoliberal. Como nos recuerda detalladamente Castaño, tales reivindicaciones son: "subida del salario mínimo, salario máximo de 15.000 euros, cero personas sin techo, protección del pequeño comercio, subida de impuestos a las grandes empresas y bajada para las pequeñas, rechazo del sistema de jubilación ‘por puntos’ (...), subida de las pensiones más bajas, jubilación a los 60 años, indexización de los salarios respecto a la inflación, limitación de los alquileres, fin de las políticas de austeridad, lucha contra el fraude fiscal, incremento de las prestaciones para personas discapacitadas, prohibición de las privatizaciones, más recursos para la justicia y la policía, eliminación del programa de ayudas a las grandes empresas que cuesta 20.000 millones de euros al año, reducir el número de estudiantes por clase…".
Una de las sorpresas derivadas de las protestas, pese a la imagen negativa lanzada por la mayoría de los medios de comunicación, son las amplias simpatías por el movimiento y sus reivindicaciones, que algunos sondeos lo han cuantificado en más de las tres cuartas partes de la población. Por el contrario, la participación en las movilizaciones ha sido limitada, estando ahora incluso en descenso, quizás por el grado de violencia empleado y no sólo desde algunos sectores de activista, sino también por parte de la policía.
Por ahora el movimiento está teniendo un éxito relativo. Algunas medidas previstas por el gobierno han sido anuladas (por ejemplo, la subida de carburantes) y a la vez ha ido tomando otras nuevas como un intento de apaciguar la situación (por ejemplo, la subida del salario mínimo).
Que el movimiento de los chalecos amarillos no deja de ser un síntoma de la frustración que genera el modelo neoliberal en determinados sectores sociales, en este caso ubicados en los niveles medios y medio-bajos y en los ámbitos más alejados de las grandes ciudades, parece que no hay duda. Como tampoco parece haberla en los apoyos sociales y, sobre todo, políticos contradictorios. Resaltar dicho movimiento como una señal de esperanza en la lucha contra el neoliberalismo quizás sea prematuro, pero no está de más reconocer que contiene elementos que permiten que podamos sentir que, pese a todo, la cosa se sigue moviendo.