Días pasados se recordaba el 25 aniversario de la desaparición de la URSS. El día 8 los presidentes de las repúblicas de Rusia, Ucrania y Bieolorrusia firmaron un pacto que lo sellaba en la localidad bielorrusa de Belaveyskiia, y doce días después, el 20, Mijail Gorbachov presentaba su renuncia como su último presidente. Lo hizo delante de Boris Yeltsin, presidente de la Federación Rusa, en una escena reconocida donde la humillación estaba presente en el ambiente. Se ponía fin a un cúmulo de situaciones iniciado el año anterior, cuando varias de las repúblicas integrantes de la URSS se fueron desgajando sucesivamente.
El mismo mes de diciembre de 1922, 69 años antes, había sido el momento en que había nacido formalmente un nuevo estado, al que se dio el nombre de Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Era heredero, por un lado, de la mayor parte de los territorios del antiguo Imperio Ruso, y, por otro, del proceso revolucionario iniciado en 1917.
Estamos en el año del primer centenario de una revolución que marcó la historia por unas cuantas décadas. Lo que ocurrió en 1917 puso al mundo, en mayor medida el occidental europeo, patas arriba. En medio de una guerra feroz (la Gran Guerra, como se la llamó entonces) ocurrieron muchas cosas, en distintos momentos, desde que el zar se vio obligado a abdicar en febrero hasta que en octubre-noviembre la insurrección armada dirigida por el Partido Bolchevique abrió el camino hacia una situación radicalmente nueva.
Queda mucho tiempo en los meses venideros para ir rememorando más detalladamente lo que ocurrió en 1917. Una fecha trascendental, de referencia preferente en la historia, como lo fue, por ejemplo, 1789. Desde entonces el mundo fue muy diferente. Como también lo fue 1991. Y es que en los humano, construido socialmente, nada es eterno.