¿Pero qué ocurrió para que tenga que estar escribiendo ahora estas letras? Aquel día el sol desapareció, escondido por las nubes negras que irrumpieron con lluvia. El cuerpo quedó humedecido y el frío del invierno se encargó de hacerlo tiritar. Ignoro por qué no cogí un catarro o una pulmonía. A lo mejor fue porque el miedo dominaba mis actos y se convirtió en un verdadero anti-virus. Pero en medio de ese espectáculo de oscuridad, lluvia y frío se alzó por encima de todos el vuelo desgarrador del águila indomable. Su vuelo, veloz, y su furia, incontenida, fue un continuo ir y venir por todos los lugares y rincones de la ciudad. El gran tropel de bichos negros volantes no cesó durante horas en su empeño por destruirlo todo: hombres y enseres, moradas y plantas. La tierra ese día no se tragó nada ni a nadie, fue el aire el que recogió sordo los gritos, los llantos y las voces de tanto ser indefenso, humillado y torturado hasta extremos que rayaban con la extinción.
¡Qué terrible espectáculo! Hablar de hombres, mujeres y niños, del agua que corría roja por las calles o por los canalones, de brazos, de piernas o trozos de carne que se amontonaban con los escombros, era hablar de muerte.
Durante días el silencio fue la voz unánime de los sobrevivientes. El luto por los muertos se convirtió en el símbolo del dolor. Era impresionante ver la marcha lenta hacia el enterramiento de los seres queridos o el movimiento de los brazos retirando escombros y construyendo nuevos hogares. Cada hombre era uno solo y todos a la vez.
Ahora, lejos de aquellos momentos, me encuentro sosegado, tranquilo, expectante. La experiencia vivida y sufrida sería vana si no fuéramos capaces de averiguar y comprender el porqué de tanta crueldad humana, la razón de la existencia de tantas águilas devoradoras de vidas. El día de hoy ha amanecido limpio, todo azul, reinado por el sol amarillo que alumbra y calienta este nuevo tiempo, más cálido, verde y de colores.
(3-03-1981)