Donald Trump salió ayer con otra de sus genialidades. En plena conmoción por la enésima matanza en un centro de enseñanza, no se le ha ocurrido otra cosa que proponer que se dote al profesorado con armas de fuego para hacer frente a quienes intenten provocar tiroteos. Lo hizo durante la recepción en la Casa Blanca de sobreviviente y familiares de víctimas de la matanza de Florida, acaecida la semana pasada.
La violencia que emerge en cada momento en EEUU refleja la situación en que se encuentra una sociedad enferma, basada en el principio de la obtención de beneficios individuales a corto plazo, cuesten lo que cuesten. Todo ello aderezado con el sentimiento de pertenencia a una gran nación, poderosa y caprichosa, que se siente heredera de una tradición que hinca sus raíces en el mito del designio divino de haber sido elegida como salvadora del mundo. Las armas son, además de instrumentos de dominio para conseguir las cosas, la simbolización de que todo el mundo, desde su particularidad, puede participar en esa empresa. Con un arma cada individuo defiende su propiedad, aunque para mucha gente sólo represente su miseria material, y de esa manera se siente parte de un colectivo gigante, la gran nación americana, capaz de dominar el mundo.
¿Qué se puede pedir de un presidente que, grado de inteligencia aparte, sólo entiende las relaciones humanas a base del empleo a su antojo de la fuerza bruta? Trump no deja de ser expresión de un forma de entender la vida y el mundo, claramente enraizada en su país. Ha hecho uso del poder que le confiere ser una persona lo suficientemente rica como para hacer sentir a mucha gente, incluso quienes hasta poco o nada poseen, que puede ser como él, como si fuera un espejo de ilusiones. Con su llegada a la presidencia pretende trasladar su forma de gestionar sus empresas a la esfera de la administración imperial. Y para ello hasta vale proponer que el profesorado añada una más a sus funciones: la de convertirse en pistoleros.