Me llegó ayer a casa el libro La Revolución de Octubre cien años después (El
Viejo Topo, 2017), obra de Samir Amin. En realidad su título alude al primero de los capítulos, "La Revolución de Octubre de 1917 inició la transformación del mundo", siendo los otros tres acompañantes, que, no por ello, están faltos de interés. A lo largo de unas breves 40 páginas el autor disecciona con lucidez un acontecimiento de envergadura, que pone al nivel de las otras dos revoluciones de la contemporaneidad: la francesa, de 1789, y la china, de 1949.
Conviene partir de Amin como un marxista de larga trayectoria. Políticamente, comunista confeso, pero adscrito desde principios de los años 60 a la corriente del maoísmo. Y académicamente, como un un relevante componente de la teoría del capitalismo como sistema mundial, base para entender la naturaleza del imperialismo y las contradicciones entre los países del centro y la periferia. Es autor de un obra densa y extensa, lo que le ha conferido un prestigio internacional reconocido por gente amiga y enemiga. Sus análisis no están exentos de rigor, sino todo lo contrario, y, por supuesto, de controversias. Tampoco él mismo ha eludido la autocrítica en algunas de sus consideraciones.
En la obra que nos ocupa Amin despliega a modo de síntesis todo su repertorio teórico y de conocimientos. Con un pero: lo encuentro desordenado. Parte de la necesidad de reconocer a la URSS como la responsable de la derrota del nazismo y de que tras la Segunda Guerra Mundial su apoyo a las luchas de liberación nacional permitiese un retroceso del imperialismo y una mundialización menos desequilibrada. Evita, pese a ello, una mirada nostálgica, que permita "identificar los errores y las flaquezas".
De Lenin y la dirigencia bolchevique destaca que se atrevieron a revisar los planteamientos de la Segunda Internacional proclives a la consideración del colonialismo como un fenómeno positivo, a la vez que supieron reconocer la alianza obrero-campesina como base de la revolución de 1917. Y fue precisamente la ruptura de esa alianza la que acabó dando origen a la deriva que supuso el fin del sistema soviético. Durante el proceso de colectivización e industrialización iniciado a finales de los años 20, ya con Stalin y condicionado por la presión de las potencias imperialistas, fue cuando se abrió ese camino.
Opuesto a la crítica antiestalinista lanzada por Jruschev, considera Amin que el periodo que le siguió en la URSS llevó a un estado de cosas que no podía denominarse como socialismo. La instalación en el poder de una nueva clase, la nomenklatura, abrió el camino de una burguesía de nuevo tipo, que hubo de coexistir dentro de una sociedad todavía no capitalista, donde la propiedad seguía siendo estatal. Por eso habla de un modo de producción soviético y de un sistema cuyas características y contradicciones serían las siguientes:
a) un corporativismo económico basado en la competencia de bloques productivos y regionales, pero ajenos a la conformación de desigualdades centro-periferia;
b) un poder autocrático, ajeno tanto a la democracia representativa como a la participativa;
c) un orden social estabilizado, con una dura competencia entre las perspectivas estratégicas y un duro proceso migratorio, pero capaz de dar lugar a una movilidad social ascendente desde los sectores populares;
d) una desconexión con relación a los países capitalistas, pero sin una organización autárquica;
e) un poder militar y político capaz de hacer frente al nazismo, y de contrarrestar a las potencias imperiales y EEUU en los procesos de liberación nacional.
Para Amin desde el primer momento la URSS, dada la debilidad de los procesos revolucionarios iniciados en distintos países europeos, evitó exportar la revolución. Algo que también hicieron más tarde otros países, como China, Vietnam y Cuba, que priorizaron la defensa de sus respectivas revoluciones. Habla por ello de dos guerras frías: la habida en los años 20 y 30, que buscaba ahogar a la URSS, todavía débil y atrasada, e incluso lanzar contra ella a la Alemania nazi; y la iniciada en 1947, en la que la propaganda imperialista consiguió hacer que se creyera una supuesta superioridad militar soviética y su carácter agresivo.
Interesante resulta el tratamiento de la crisis del sistema y sus consecuencias. Si hasta la Segunda Guerra Mundial dicho sistema fue capaz de protagonizar mediante la planificación avances económicos y sociales sin precedentes, fracasó en el reto de continuarlos en un mundo y una sociedad de mayor complejidad. A principios de los 60 se desecharon nuevos métodos de gestión planificada basados en las matemáticas y la cibernética incipiente, apostando por una descentralización en la gestión de las empresas y las regiones. Una vez desplazado del poder Jruschev, el periodo de "glaciación brezneviana" acabó fortaleciendo a la nueva clase, la nomenklatura, que gestionó el sistema mediante una paz social que aportó ventajas sociales y tolerancia hacia las acciones ilegales.
Fueron Gorbachov y Yeltsin quienes pusieron fin al sistema y a la URSS. Del primero dice que "pasará a la historia como el arquitecto del desastre", lo que explica su impopularidad en Rusia todavía en nuestros días. Y a los dos los considera como artífices del termidor soviético, esto es, de la restauración del capitalismo. La desaparición de la URSS "no ha constituido, por tanto, de ninguna manera un progreso que haya permitido a las naciones supuestamente oprimidas liberarse del yugo colonial ruso, como repiten los medios de comunicación imperialistas".
Desde la perspectiva de lo que ofrecen en sí mismas las grandes revoluciones, que no las considera en periodos cortos de tiempo, sino largos, "porque se proyectan muy por delante de las exigencias inmediatas del momento", Amin no duda en preguntarse lo siguiente: "¿Tienen, pues, los pueblos que resignarse definitivamente, renunciar a la utopía creadora del comunismo, contentarse con inscribir sus reivindicaciones en el ajuste permanente a un capitalismo eterno?".