Galicia está ardiendo. Y de qué manera. El verano empezó con dos fuegos voraces que se extendieron por la parte central de Portugal (Pedrograo) y por la occidental del Parque de Doñana. Le siguieron muchos otros en Galicia, Asturias, Andalucía, las dos Castillas, País Valenciano... Como viene ocurriendo desde décadas. El fuego, a modo de reguero de destrucción que calcina bosques, acaba con ecosistemas, pone en peligro las viviendas, se lleva vidas humanas... El fuego, que no es un capricho de la propia naturaleza ni, por supuesto, una maldición bíblica, como pueden creer quienes hacen de la superstición como un componente esencial de sus vidas.
El fuego del que hablo es, ante todo, un producto de la acción humana. Producto de malas prácticas, de negligencias, de alguna que otra persona perturbada, pero, sobre todo, de los intereses privados que han encontrado desde hace tiempo un nicho en sus negocios que están resultando altamente rentables. Se destruye para recalificar terrenos, obtener concesiones en los servicios relacionados con los propios incendios, suministrar productos e infraestructuras así mismo relacionadas con los incendios... Todo un conglomerado de intereses donde participan empresas privadas y administraciones públicas de distintos ámbitos y niveles. Donde el gobierno central, el del PP desde 2011, y el Congreso, con mayoría absoluta entre 2011 y 2015, pusieron en marcha una ley de Montes que no impide la lucha contra contra los incendios y sus secuelas.
Una situación altamente preocupante, hasta el punto que Daniel Toledo, autor de una una serie de reportajes sobre el tema que ha empezado a publicar Público, ha escrito que "Los
incendios que arrasan cada año la Península Ibérica se alimentan no sólo de
oxígeno y madera, sino sobre todo de corrupción".