Una tarde, mientras jugábamos en el espacio que habíamos ocupado en el patio central, apareció él, acompañado de varios compinches de pacotilla, y, ni corto ni perezoso, cogió nuestra pelota y la lanzó al aire lo más alta que pudo. Todo un alarde de chulería que buscaba dejarnos ver quién era el dueño de la situación. Mi reacción instintiva, pero llena de rabia, fue inmediata. Me dirigí a Nacho, que era como se llamaba el muchacho en cuestión, y, haciendo gala de una rara, pero efectiva, habilidad que tenía, lo derribé e inmovilicé en el suelo. El tipo y sus compinches se quedaron de piedra por lo ocurrido y mis compañeros de curso se maravillaron por lo que consideraron una hazaña. Enseguida se corrió la voz con un "ha podido a Nacho".
El verbo poder tenía un significado muy concreto en nuestra jerga de la calle. Marcaba el nivel alcanzado en el juego de fuerzas que se liberaban en el día a día y, a la vez, el limite que tenía quien quería alterarlo. Después de lo ocurrido aquel día, nunca más volvió a intentarlo. Sólo, de vez en cuando, pude sentir su mirada que se cruzaba con la mía. Sus ínfulas quedaron aplacadas, aunque siempre mantuvo un temperamento entre inquieto y agresivo.
A ese tipo de chavales les teníamos puesto el apelativo de abusones. Nunca los he soportado. Ni de niño, cuando resultaba normal tener que sufrir los embates de quienes se sentían superiores haciendo valer su fuerza bruta, ni ya de mayor, cuando he ido descubriendo muchas otras formas de violencia. Cuando dejé el colegio nunca más volví a verlo y saber de él. Cuarenta años después, en un casual de la vida, he sabido que se dedica al mundo de los negocios. Parece que la vida le ha ido sobre ruedas. Quizás como lo hacía cuando se deslizaba con su stick disputando la pelota.