“Si queremos que todo siga
igual, es necesario que todo cambie”. Se trata de una frase originaria de la
novela El gatopardo*, escrita por Giuseppe
Tomasi de Lampedusa y publicada en 1958. También aparece en la película
homónima con la que en 1963 Luchino Visconti adaptó magistralmente la novela. La
frase, en fin, ha sido utilizada en la ciencia política como una forma de
comportamiento humano en contextos de cambio. Encierra de modo sintético una de
las claves del funcionamiento de las sociedades -en las que su componente
dinámico conlleva la simultaneidad de elementos de continuidad y de cambio- y
de determinados comportamientos de los individuos dentro de lo que normalmente
se denomina oportunismo.
La novela de Giuseppe
Tomasi de Lampedusa, Príncipe de Lampedusa y Duque de Palma di Montechiaro, es
el testimonio de un miembro de la vieja clase aristocrática en extinción,
resignado por lo que está aconteciendo, pero orgulloso de su estirpe y de su condición.
La narración se centra en la figura de Fabrizio Corbera, príncipe de Salina,
principal aristócrata de la isla de Sicilia y directamente vinculado con la
casa de los borbones que reinó en Nápoles y Sicilia hasta 1860, momento en que
se suma -resignado, eso sí- al proceso de unificación italiano que culminaría
diez años después. El narrador omnisciente es el alter ego de don Fabrizio, que no es otro que el propio Lampedusa,
descendiente directo del personaje histórico Giulio Fabrizio Tomasi, bisabuelo
del escritor.
La novela está situada en
Sicilia, que hasta 1860 formó parte junto con Nápoles del reino de las Dos
Sicilias, y transcurre en su mayor parte entre 1860 y 1862. La presencia de los
camisas rojas de Giuseppe Garibaldi en la isla, bajo el manto del reino de
Piamonte, fue el factor decisivo para el levantamiento de parte de la población
contra el monarca napolitano y su adhesión a la guerra de unificación. En 1860 se
había iniciado una nueva fase en el proceso de unificación de los territorios
dispersos que en 1861 dio lugar al reino de Italia, con capital en Turín, y que
en 1870 culminó con la conquista de Roma. Los dos últimos capítulos del libro se
desarrollan posteriormente: en 1883, año en que muere el príncipe don Fabrizio,
y 1910, momento en que se produce el desenlace de la trama novelesca trazada por
el autor. El protagonista principal es el citado don Fabrizio, príncipe de
Salina, que se encuentra presente a lo largo de la obra como personaje y
prácticamente en toda la narración.
La nobleza frente a la nueva realidad
La novela tiene entre los
personajes principales a Tancredi Falconeri, sobrino del príncipe don Fabrizio.
Pese a su militancia dentro del movimiento unificador y más concretamente en
las huestes de Garibaldi, su tío siente por él una gran simpatía. La suficiente
para disculpar como puede sus andanzas políticas, cosa que hasta el propio
monarca llega a reprenderle, al principio con sutileza y luego con dureza:
“-Salina,
ven aquí. Me han dicho que en Palermo andas en malas compañías. Ese sobrino
tuyo, Falconeri… ¿qué esperas para apretarle las clavijas?
-Pero
Majestad, le aseguro que a Tancredi sólo le interesan las mujeres y los naipes.
Y el rey
perdió la paciencia:
-Salina,
Salina, déjate de tonterías. El responsable eres tú, su tutor. Dile que mire lo
que hace. Adiós” (18).
De la boca de Tancredi sale
precisamente la famosa frase, aunque no como una expresión aislada, sino con un
claro sentido dentro del contexto histórico que están viviendo:
“Por el
rey, sí, ¿pero qué rey? Si nosotros no participamos también, esos tipos son
capaces de encajarnos la república. Si queremos que todo siga igual, es
necesario que todo cambie. ¿Me explico?” (27).
Tancredi, perteneciente a
la nobleza, si bien de una rama colateral y menor a la de su tío, es consciente
del horizonte que tiene delante para conseguir un hueco de relieve en el
régimen político que se está alumbrando y en la nueva sociedad. Por eso se une
a las filas garibaldinas, donde confluyen los sectores políticos más
radicalizados del movimiento de unificación e integrados en gran medida por los
sectores populares.
Resulta evidente que Tancredi no es un garibaldino puro, en la
medida que está desmarcándose del ideal republicano que el héroe italiano más
popular defiende para su país. Su actitud es una forma de oportunismo, para lo que
utiliza las posibilidades que le ofrecen las fuerzas más dinámicas del momento y
poder de esa manera acomodarse en una situación nueva y en proceso de
crecimiento: el liberalismo político, que se expresa desde el nacionalismo, en
comunión con las aspiraciones de una clase social en ascenso que no es otra que
la burguesía.
Desde el momento en que Tancredi
pronuncia la famosa frase, la simpatía de don Fabrizio hacia su sobrino empieza
a tornarse en admiración, que el narrador la califica de inteligencia. Así aparece
en un pasaje de la obra cuando el narrador dice “según él” que la actitud de Tancredi
supone
“aquella
capacidad para adaptarse con rapidez, aquella perspicacia mundana, aquel
dominio innato del matiz que le permitía utilizar el lenguaje demagógico en
boga” (55).
¿Es también oportunismo
político lo que hace y dice don Fabrizio? De entrada la respuesta ha de ser afirmativa.
Posee la inteligencia suficiente para saber leer el momento histórico que está
viviendo. Pero difiere del oportunismo de su sobrino no sólo por la posición
relevante que ha tenido en la sociedad que está feneciendo, sino también por lo
que va descubriendo de la que está naciendo, en la que acaba instalándose desde
una resignada y prudente distancia.
¿Amor noble frente amor burgués?
Dentro de la trama no
falta la correspondiente historia de amor y que hace de nudo gordiano entre varios
personajes. Se basa en el triángulo formado por el propio Tancredi, su prima
Concetta y Angelica. Dos muchachas jóvenes de distinta condición y con futuros
diferentes. Angelica es la hija de don Calogero, antiguo campesino enriquecido
y prototipo de burgués y liberal, que además es el alcalde de Donafugatta, el
pueblo donde la familia Salina pasa los veranos.
Durante una cena en que
están presentes las dos familias, Tancredi
queda deslumbrado por la belleza de Angelica. Y es a través de un
episodio que cuenta, cuando en cierta ocasión entró en un convento de Palermo
durante una acción militar, cómo el narrador nos presenta la barrera que se
interpone entre un Tancredi inmaduro y anticlerical y una Concetta inocente y ferviente
católica.
La ambigüedad aparece en
su plenitud cuando al día siguiente la familia Salina visita el convento de la
beata Corbèra, haciendo uso del privilegio que le corresponde. Tancredi desea
hacerlo también y así lo hace saber:
“-Tío,
¿no podrías conseguir que yo también entrase? Al fin y al cabo, la mitad de mi
sangre es de Salina, y nunca he estado aquí” (66).
La petición encierra, sin
embargo, un misterio: ¿entrar en el convento o entrar en la familia a través
del matrimonio con Concetta? Quien le responde, sin embargo, es la prima, que lo
hace entre la ironía y el impedimento. Es, sin duda, su venganza, dolida por la
peripecia contada por su primo la noche anterior y que interpretó desde su
visión religiosa rigorista. Una postura vengativa que acaba cerrando las
puertas de un matrimonio con su primo:
“-No le
hagas caso, papá, bromea; al menos ya ha conseguido entrar en un convento; que
se conforme, pues; no es justo que entre el nuestro” (67).
Se inicia entonces un
doble distanciamiento. El anímico, de Concetta, y el físico, de Tancredi, que
se ve obligado a ir de nuevo al la guerra. Desde ese momento Tancredi busca en
su tío la persona que medie con don Calogero para que le comunique su amor
hacia Angelica y el deseo de casarse con ella. Cuando su tía Maria Stella, la
mujer del príncipe, conoce el contenido de la carta escrita por Tancredi, su reacción
resulta muy sintomática del cúmulo de sensaciones que está viviendo la vieja
clase aristocrática:
“Es un
traidor, como todos los liberales de su calaña; ¡primero traicionó al rey,
ahora nos traiciona a nosotros! ¡Él, con su cara falsa, con sus palabras llenas
de miel y sus actos cargados de veneno! ¡Eso es lo que sucede cuando se trae a casa gente que tiene sangre
extraña mezclada con la propia!” (74).
En su respuesta el marido,
sin embargo, intenta poner un poco de cordura, consciente de los tiempos que se
están viviendo:
“Stellucina,
estás diciendo demasiadas tonterías; además no sabes lo que dices (…).
[Tancredi] no es un traidor: sabe adaptarse a las circunstancias, tanto en
política como en la vida privada” (75).
Es de nuevo el narrador el
que pone orden al cúmulo de situaciones que se están dando. Manifiesta en boca
y pensamiento del príncipe una clara conciencia de que los cambios que se están
dando suponen pérdidas graves, pero no ponen en peligro la existencia como
clase. Es la traducción a la realidad de la frase alusiva a que todo cambie
para que todo siga igual:
“los
grandes intereses del reino (de las Dos Sicilias), los intereses de su clase,
sus propios privilegios, habían sufrido, sí, graves lesiones, pero los
acontecimientos no habían puesto en peligro su supervivencia” (83).
Cuando se produce el rito
de la entrega de la mano de Angelica por parte de don Calogero, éste, después
de hacer una relación de sus bienes e informarle de la dote que va a recibir su
hija, trasmite a don Fabrizio algo que guardaba como una sorpresa:
“también
los Sedàra son nobles”.
Una alusión a la
tradicional compra de títulos nobiliarios por parte de la burguesía, que tenía
como fin lustrar su condición, pero tan mal vista desde los círculos de la
aristocracia. De ahí que el narrador, lleno de un evidente desprecio de clase,
escriba al respecto:
“nos
limitaremos a decir que aquella salida heráldica de don Calogero le deparó al
príncipe el incomparable goce estético de asistir a la encarnación perfecta de
un tipo, y que la risa contenida endulzó tanto su boca que llegó a sentir
náuseas” (97).
La burguesía en el poder
A medida que se precipitan
los acontecimientos políticos, una nueva
conversación entre el príncipe don Fabrizio y su sobrino Tancredi
resulta muy reveladora del carácter que van tomando. Las piezas del rompecabezas
empiezan a encajar y la conocida frase de Tancredi sigue ganando sentido:
“-¿Así
que vosotros, los garibaldinos, ya no lleváis la camisa roja?”
(…) -¿De
qué garibaldinos nos hablas, tiazo? ¡Eso ya pasó!” (109).
En pleno rumbo dirigido a consolidar
la construcción del nuevo estado liberal y unificado, don Fabrizio recibe la
propuesta de ser nombrado senador, lo que le trasmite un funcionario piamontés,
en cuyo reino se está gestando el núcleo de la nueva Italia. La respuesta del
príncipe no deja lugar a dudas:
“Escuche,
Chevalley: si se hubiera tratado de un nombramiento honorífico, un mero título
para poner en la tarjeta de visita, lo habría aceptado con todo gusto” (129).
Para más tarde concluir
rotundo:
“(…) pero
no puedo aceptar. Soy un representante de la vieja clase y me siento por fuerza
comprometido con el régimen borbónico al que me liga el sentido de la decencia,
ya que no el afecto” (132).
En este momento el
narrador nos muestra a un don Fabrizio que se
encuentra a la vez seguro y resignado. Por eso, argumentando su negativa
a aceptar el nombramiento de senador, le dice al señor Aimone Chevalley:
“hace un
momento usted me hablaba de una joven Sicilia que se asoma a las maravillas del
mundo moderno; a mí, en cambio, me parece más bien una centenaria a quien
pasean en silla de ruedas por la Exposición Universal
de Londres y no comprende nada ni le importan un comino las acerías de Sheffield
y las hilanderías de Manchester” (129-130).
Una clara muestra de la
idea que tiene del mundo concreto en que vive, una Sicilia agraria y atrasada,
a la que ve incapaz de ponerse a la altura de los avances económicos que tienen
en Inglaterra el epicentro del mundo. Una manifestación, en fin, de la
preeminencia de clase que siente: frente al pueblo, al que desprecia por
inmaduro, y frente a la burguesía, a la que desprecia por vulgar.
En la confrontación entre
lo viejo y lo nuevo, don Fabrizio siente un claro apego por su mundo, que,
aunque agonizante, lo considera superior en su condición de miembro de una
clase a la que otorga las mejores virtudes. La seguridad antes referida es también orgullo e incluso superioridad
moral. No tiene ninguna duda, aunque el narrador deja que lo sepamos a través
de lo que el príncipe piensa para sí:
“Todo
esto –pensaba- no debería durar; sin embargo, durará, durará siempre: el
“siempre” humano, desde luego, un siglo, dos siglos…; luego será distinto, pero
peor. Nosotros hemos sido los Gatopardos; los leones; quienes ocupen nuestro
lugar serán los pequeños chacales, las hienas; y todos, gatopardos, chacales y
ovejas seguiremos creyéndonos la sal de la tierra” (135).
¿Sólo liberalismo y burguesía?
No le falta a la novela
una alusión a algo más nuevo todavía que el propio ascenso social de la
burguesía y el acceso al poder político. Don Fabricio apunta en su conversación
con Chevalley algunos de los nuevos ingredientes sociales y políticos, a los
que ven con cierta preocupación:
“Ahora
aquí andan diciendo, para acatar lo que han escrito Proudhon y un judío alemán
cuyo nombre no recuerdo, que la culpa de que todo vaya mal, aquí y en otras
partes, la tiene el feudalismo; es decir, yo, para el caso” (134).
El anarquismo y el socialismo
que están entrando en el nuevo escenario, el mismo que Karl Marx, el “judío” alemán,
ya había anunciado ex aequo con
Friedrich Engels en 1848, unos años antes de iniciarse la guerra de unificación
italiana, con su conocido arranque del opúsculo El manifiesto comunista: “Un fantasma recorre Europa, el fantasma
del comunismo”.
Los ecos del pasado
Lo que va quedando de la
novela es todo un canto a la actitud del príncipe, elevada a dignidad, y que el
narrador pone en boca de otros personajes. Así lo hace con los hermanos Schirò,
campesinos de la zona, y con Pietrino, un humilde herbolario, que se encuentran
temerosos con los acontecimientos y se quejan de las medidas que está tomando el
nuevo ayuntamiento y que afectan a sus bolsillos:
“Los
hermanos Schirò y el herbolario ya empezaban a sentir las voracidad del fisco;
en un caso habían sido contribuciones extraordinarias y aumento en los
impuestos; en el otro (…), si no pagaba veinte liras cada año, no le
permitirían seguir vendiendo sus hierbas” (139).
Pietrino quiere saber qué
piensan los señores y el propio príncipe, dando muestras de ansiedad:
“Pero,
padre, tú que vives entre la “nobleza”, dime qué piensan los “señores” de todo
este jaleo. ¿Qué dice el príncipe Salina, que es tan fuerte, tan irascible, tan
altivo?” (140).
Y el padre Pirrone intenta
calmar esa ansiedad con un discurso que conoce muy bien, inspirado en lo que el
propio don Fabrizio le ha repetido tantas veces, y que pretende que sea inteligible,
pero que acaba siendo una verdadera perorata para el herbolario:
“Pobrecillo,
de tanto leer se ha vuelto loco” (141).
El cura, no obstante,
tiene muy claro lo que ha representado la aristocracia hasta ese momento, pues
no en vano lleva asistiendo espiritualmente al príncipe desde hace muchos años:
“Viven en
un mundo propio, que no ha creado Dios directamente, sino ellos mismos a lo
largo de muchos siglos de experiencias singulares, entre penas y alegrías muy
distintas de las nuestras; tienen una memoria colectiva tan privilegiada que se
inquietan o se alegran por cosas que a usted y a mí nos importan un comino pero
que para ellos son fundamentales porque están relacionadas con ese patrimonio
de recuerdos, esperanzas y temores propios de su clase” (140).
Todo un canto al
servilismo, que corresponde, en el caso de Pierrone, a un miembro del clero que
ha ido secularmente de la mano del poder terrenal y en el de Pietrino, a un
humilde hombre de campo, dibujado por el narrador como la inocencia personificada
de los súbditos:
“¡Pero
entonces, padre, se irán todos al infierno!” (141).
O, dicho desde otra
perspectiva, la alienación ideológica de una clase supeditada secularmente a su
antagónica, pero a la que no ven como tal. El narrador nos transmite que
sienten el peso de los nuevos impuestos, pero no menciona el mundo de
relaciones feudales en el que se mezclaban impuestos, diezmos y la gran
variedad de rentas feudales que llevaban siglos pagando. Por lo demás, nada
nuevo. Esa mentalidad es la que alimentó al campesinado vandeano durante la revolución
francesa o al carlismo que en España campeó durante un siglo.
En todo caso, el canto a
la clase aristocrática la completa Lampedusa con estas palabras del padre
Pirrone:
“Pues
bien, ¿no le parece a usted que esa humanidad que sólo se preocupa por las
camisas o por el protocolo es una humanidad feliz y, por tanto, superior?”
(141).
Todo acabó siendo igual
Cuando se produce la muerte
del príncipe don Fabrizio el narrador no duda decir, a modo de corolario, que
“el
último Salina era él, el escuálido gigante que en aquel momento estaba
agonizando en el balcón de un hotel. Porque un linaje noble sólo existe
mientras perduran las tradiciones, mientras se mantienen vivos los recuerdos; y
él era el único que tenía recuerdos originales, distintos de los que se
conservaban en otras familias” (176).
Y como toda novela que se
ajusta a una estructura al uso del planteamiento, trama y desenlace, una vez
muerto también Tancredi, las dos mujeres por las que optó se convierten en el
centro de la narración. Una, Angelica, con la serenidad que le da el paso de
los años, es consciente del papel que le tocó jugar dentro de un matrimonio sin
amor y por intereses. Típicamente burgués, pero en nada diferente del de la
nobleza, pese a los intentos reiterados del narrador por presentarlos como distintos.
La otra mujer, Concetta, ya conocedora del desgraciado malentendido que la
llevó a rechazar el matrimonio con su primo. Y, ante todo, las dos, cómplices a
través de uno de los sobrinos, Fabrizietto, que habría de desfilar por las
calles de Salina en honor de los héroes de la nueva Italia:
“Un
Salina rendirá homenaje a Garibaldi: una fusión entre la vieja y la nueva
Sicilia” (189).
La alianza entre la
nobleza y la burguesía, por fin, sellada. Y como símbolo, el más popular de los
héroes de la unificación italiana. El mismo al que utilizaron al principio para
extender la revolución frente al antiguo régimen y al que después abandonaron
para hacerla a la medida de la nueva clase. En fin, que todo cambiara para que
todo acabara siendo igual.
* G.
Tomasi di Lampedusa (1999). El Gatopardo.
Madrid, Unidad Editorial.