Tenían casualmente los
mismos apellidos. Trinidad nació en el sótano de un edificio de uno de los
barrios más distinguidos de la capital. Era el lugar que se reservaba a la
portera, que lo era su abuela. Cuando podían le echaban una mano su madre, que
era modista, y su tía, que servía en las casas. Lo del padre fue una cosa
diferente. Guardia civil desde joven, huyó del hogar cuando, comprometido con
la causa anarquista, participó en un atentado contra el monarca, que en aquel entonces
era Alfonso XIII. Una historia real que puede parecer rocambolesca. Al decir de
la hija, ya con el paso de los años, fue un pobre hombre que nunca cumplió como
debía ni como guardia civil ni como anarquista.
“Yo soy lo que soy gracias
a mi abuela”, repitió muchas veces y por eso Trinidad tuvo el empuje de
estudiar. Tras la escuela vino el trabajo, ayudando a su abuela en las
múltiples tareas de la portería y sirviendo en varias casas. Fue así como se
pudo ir pagándose los estudios de taquigrafía, mecanografía y francés. Luego se
orientó hacia lo que le gustaba o, al menos, hacia el camino que más se le
aproximaba: primero, como enfermera; después, como practicante; y finalmente,
como matrona.
Nunca perdió la conciencia
de su origen y, en medio de la efervescencia política que se vivía en los años
treinta, dio el paso de afiliarse al partido comunista, lo que ocurrió un año
antes de que empezase la guerra. Desde julio de 1936 aportó su esfuerzo desde
lo que mejor sabía hacer, por lo que se sumó con entusiasmo a la atención sanitaria
de quienes más sufrían los rigores de la violencia. Fue de esa manera como
conoció a su primer amor, que fue el que le quedó marcado de por vida.
Se llamaba Antonio y había
nacido en otro de los edificios el mismo barrio, aunque no en el sótano, como
Trinidad, sino en los pisos de arriba. Pertenecía a una familia de bien y de
orden. Era estudiante de medicina cuando empezó la guerra, razón por la que
también se dedicó a las tareas sanitarias. Trinidad lo llamaba cariñosamente el
casi médico, porque la guerra cortó su carrera cuando apenas le quedaba un año
para concluirla. Que no fuera comunista y que proviniera de un medio social tan
dispar no fueron obstáculos para que Trinidad se enamorara desde el primer
momento de su casi médico. Las circunstancias de la guerra habían derribado
muchas barreras formadas desde tiempo atrás y ésa parecía una de ellas.
El fin de la guerra marcó los
destinos de ambos. Para ella supuso la derrota. ¿Y para él? Pudo regresar a sus
orígenes y acabar, por fin, sus estudios. Luego empezó a trabajar en un
laboratorio farmacéutico y finalmente inició una carrera médica que le llevó a
la cumbre del éxito académico y económico. Trinidad, por su parte, inició un
peregrinaje por comisarías, juzgados, cárceles y destierros que duró varios
años, soportando penas, amenazas y miserias. En un momento casi fugaz de ese
trasiego continuo de situaciones fue cuando se vieron por última vez en muchos
años. Fue en los aledaños del tribunal militar donde acababan de condenarla a
doce años y un día, cuando Antonio logró acercarse a Trinidad, esposada y
camino de la cárcel. Apenas pudieron decirse nada.
Con el paso del tiempo
cada cual fue labrando su camino. Trinidad pudo rehacer su vida, ya lejos de la
capital, en la otra gran ciudad del país. Siguió trabajando como enfermera y
matrona, pero a la vez pagó cara su condición de mujer y comunista. Pese a ello
nunca perdió su orgullo ni su sentido altruista. Tampoco borró del todo el
afecto que sintió por Antonio y quizás por eso siempre supo, o se preocupó por
saber, algo de lo que le iba ocurriendo. En cierta ocasión, ya en la vejez,
Trinidad lo llamó para encontrarse. Y en esa etapa de la vida, cuando los
corazones se sienten templados por el camino recorrido, Antonio tuvo el
atrevimiento de confesarle cosas que ella ignoraba. Supo, así, del plagio de su
tesis doctoral o del acceso a la cátedra universitaria gracias a las
influencias de su hermano. Supo también de su matrimonio camandulero, de una
familia apenas inexistente y hasta de las amantes que nunca le faltaron ni siquiera
en la vejez. Trinidad acabó tomando conciencia de que la vida de quien tanto amó
se había ido construyendo en buena medida sobre una gran mentira, sin que le
faltara la comodidad de tener siempre a su lado quienes le sacaran las castañas
del fuego, desde las más cotidianas, que corrieron a cargo de mujeres,
hasta las que le dieron relumbre
público. Cosas suficientes para
certificar la enorme distancia que les separaba.
(Trinidad murió en noviembre de 2011. Mi deuda sobre todo con Llum Quiñonero, autora del libro Nosotras perdimos la paz [Madrid, Foca, 2005], donde se encuentra el capítulo "Trinidad Gallego". También, con el reportaje que El Mundo publicó en 2006 ["La guerra civil, 70 años después"]. Antonio Gallego falleció en 1992 y de él puede leerse también el obituario que publicó El País con el título "Antonio Gallego, un científico innovador").