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miércoles, 2 de marzo de 2011
Un paseo por el enjambre de gentes
No sé por qué razón mis visitas a Málaga hacen con frecuencia un hueco para acercarme al Rastro durante las mañanas de los domingos. Eso hice hace tres días, aprovechando además el tiempo más que primaveral que nos ofreció el día. Después de un largo paseo previo por las calles de la ciudad, llegué a la zona subiendo por la orilla izquierda del río Guadalmedina, con el cauce seco ya, como la mayor parte del año, excepto cuando los pocos días de lluvias obligan a abrir la espita del pequeño embalse del Limonero que protege a sus habitantes de las riadas. Unos cien metros antes de llegar al puente de la Rosaleda ya estaban situados entre acacias y naranjos los cada vez más numerosos puestos de frutas y verduras que regentan camperos y calós en mayor medida. Pasar entre cajas de tomates en rama o cherry, cebollas sueltas o en manojos, cabezas de ajos, calabacines blancos y verdes, fresas (“a dos cincuenta el kilo”), plátanos canarios y bananas americanas, limones y naranjas, muchas naranjas, de la vega del Guadalhorce, y tantas cosas más es hacerlo por un pasillo que avisa de lo que va a ser la gran aglomeración de gentes que cada domingo transitan, miran, preguntan o compran en medio de un ruido incesante de voces de todas las clases. Girando a la izquierda me encaminé por el puente, donde las cajas de frutas fueron disminuyendo para dar paso a una mayor variedad de oferentes, en su mayoría de menor escala que hasta utilizan una silla para exponer su mercancía, sin que falte alguna compañía de telefonía rara con sus empleados encorbatados cazando clientela. Una vez pasado el puente y girando de nuevo a la izquierda me encaminé por la calle más transitada y donde, según mi parecer, mejor se condensan las sensaciones. Por allí pululan, vendiendo u observando, calós, bereberes, lumpen, sudacas, europeo-orientales, guiris de diversa procedencia, negroides de varias tonalidades, payos, payas y hasta gentes que parecen de mejor ver. Situados en mayor medida al principio están los puestos mejor montados, donde no faltan, poniendo por caso, artículos de ferretería, electricidad y hasta electrónica, zapatos, cintas y discos, o minerales para coleccionistas. Adentrándonos hacia el corazón de la calle y hasta su final, que es el principio del sentido contrario, abundan más los puestos dispuestos con mantas sobre el suelo por donde se “arrastra” de todo, pero viejo, cutre, raro, roto o empolvado por la suciedad y el paso del tiempo: libros, lámparas, revistas, discos duros de ordenador, radiocasetes, cuadros, tebeos, marcos, pomos de puertas, estampas, bisagras y tantos objetos más que sería largo enumerarlos. En medio se pasean quienes venden bebidas, que llevan en carros y que enfrían con trozos de hielo, y también en medio se sitúan quienes ofrecen a voces calcetines, pilas o alguna cosa más. “¡Venga: doce pilas por dos euros! ¡No engaño, son de garantía!”, decía un gitano. “¡Tres pares de calcetines, dos euros!”, hacía lo propio más adelante otro. No faltaba quien lo ponía más barato: “¡Cuatro pares de calcetines, dos euros, oiga!”. No sé la diferencia que podría haber entre una oferta y otra, pero, por lo dicho, los primeros eran “de la marca Nai”. Por mi parte fui a lo mío, en busca de algún libro que mereciera la pena por barato y atractivo. Mucha colección repetida con los mismos temas de literatura o biografías, enciclopedias del año la pera, libros religiosos más de ayer que de hoy, manuales de bachilleratos antiguos y universitarios, ejemplares de obras ofreciendo felicidad y vida sana, novelas románticas amarillentas... Me agaché en varias ocasiones para ojear varias obras y estuve tentado de coger alguna, pero finalmente desistí. Acabada la calle y girando en esta ocasión hacia la derecha, me encaminé por otra de las calles laterales hacia la otra parte del Rastro, esta vez con la novedad del vendedor de pan cateto, el reencuentro con los puestos de frutas y la aparición de los de ropa, donde no faltaban los de ropa íntima, como el que ofrecía “Slips de coton” a no sé qué precio y pensando para mis adentros en plan jocoso si en el decir su vendedor añadiría una tilde para pronunciar “slips de cotón”. Girando de nuevo a la derecha me enfilé por el lateral situado junto a la calzada transitada por los coches del paseo de Martiricos, donde quizás se encuentren los puestos más señeros. Mi intención era hacerme con un saco de tierra para maceta que me habían encargado, por lo que decidí preguntar en los dos o tres puestos que por allí se encontraban. No intentaba tanto cotejar precios como su peso, pensando más en el regreso a casa. Aunque hacía tiempo que me había quitado el jersey abierto que saqué de casa, empecé a notar que la camisa de invierno, sin molestarme todavía, podría resultarme incómoda a la hora de la comida, por lo que decidí también buscar un puesto para hacerme con una camiseta de manga corta. Atrás iba dejando banderas de todos los colores, ropas de invierno y de primavera, más para ellas que para ellos, zapatos y zapatillas, artículos de piel baratos, empleadas, ahora, bien vestidas de compañías baratas de telefonía, discos acompañados de música a toda pastilla, vendedores de almendras salás y obleas de Salamanca, o el bar adecentado. No faltó una gitanilla joven que volteaba con sus manos ropa íntima femenina mientras gritaba: “Venga, venga, dos tangas a un euro”. De nuevo en otro de los vértices del recinto, esta vez el cuarto y último, al poco volví a girar a la izquierda con la intención de coger la primera calle interior, donde sabía que había mayor cantidad de puestos de ropa. Esta vez dejé de lado los puestos que en el frontal norte, mirando al campo de fútbol de la Rosaleda, están dedicados a hierbas olorosas, especias, frutos secos, aceitunas, caramelos, miel… En otras ocasiones me he parado a coger jengibre, pimienta en polvo o en grano roja, negra y blanca, canela en rama, nuez moscada, cilantro, cúrcuma, curry, cominos… Y por supuesto el té, que tiene para mí el atractivo de la combinación de tipos, ingredientes y lugares de procedencia: té negro, té verde, té rojo, té blanco y té rooibos, que solos o acompañados de pétalos de rosa, almendra amarga, hierbabuena, cacao, mango y tantas cosas más dan lugar a los sugerentes nombres de senda del Himalaya, pasión turca, gran muralla, frutas del bosque, fragancia de pétalos de rosa, pasión de primavera, ruta de las Indias… Ya en la calle de la ropa, noté que abundaban más la de ellas, sobre todo de las más jóvenes, que de ellos. Y según avanzaba, no vi nada de camisetas de manga corta. Un poco desesperado, volví a la calle lateral de los coches, donde acabé encontrando el único puesto con camisetas de primavera y verano y del que salí, pagando siete euros, con una de color rojo garabateada en negro con unas palabras en inglés y que me pareció más atractiva que las otras. Como al lado estaba uno de los puestos de plantas, compré también un saco de tierra que abultaba más que pesaba y, cansado, me dispuse a irme. Según iban dejando atrás los puestecillos de los aledaños que ofrecen las cosas más variadas, en uno de ellos acabé comprando un libro de teatro de Fernando Arrabal de la editorial Cátedra conservado en buen estado. “Si se lleva usted más, se los puedo dejar más baratos”, me dijo la buena mujer que me atendió. Sin aceptar la oferta, pagué el euro que me pidió, dejé el enjambre de gentes y me encaminé, por fin, a casa después de casi dos horas de paseo.