1. El fenómeno de la extranjería no es nuevo ni reciente. Sin hacer un gran esfuerzo me viene a la memoria ahora el caso de la población extranjera de las polis griegas (en Atenas se llamaba metecos a los extranjeros), lo que conllevaba sólo derechos económicos, pero no políticos. Era una situación no exenta de conflictos y en permanente revisión, ya que ese sector de la población iba recibiendo la ciudadanía paulatinamente según los momentos y cada polis. También del mundo griego antiguo proviene la palabra bárbaro, que designaba a los extranjeros, pero en este caso sin que hubiera una vinculación de residencia en las polis. En todo momento tenía una consideración negativa, al vincularse a los pueblos no civilizados y, por tanto, con un nivel de desarrollo económico y una cultura inferiores.
El pasado martes 23 de marzo [de 2010] le pregunté a Santiago Yerga [jurista en experto en materia de inmigración] si en la legislación española existe una definición específica de inmigrante, a lo que me respondió que no. En parte quería asegurarme de ese hecho, pero también, por qué no decirlo, confirmar lo que me imaginaba. El término inmigrante lo definió como una condición de las personas, no como un status jurídico-legal.
2. ¿Qué pasa entonces? Veamos. Inmigración es un concepto propio del mundo de la demografía, utilizable por otras ciencias (sociología, antropología, economía, historia, geografía…). Define como emigrante a quien sale de un lugar para asentarse en otro de una forma permanente. Y define como inmigrante a quien se establece en el lugar de llegada. Son, pues, las dos caras de una misma moneda. Que los lugares de salida y de entrada sean de un mismo país o de distintos, sólo es una circunstancia, que llevará a categorizar los casos como migración exterior o interior, intraprovincial o extraprovincial, éxodo rural...
Sin embargo, en la mente de buena parte de la población (no me atrevo a hablar de la mayoría sin tener datos concretos y fiables), la inmigración se entiende como la llegada de personas a un lugar determinado para trabajar, pero no personas provenientes de cualquier país y para trabajar en cualquier actividad. Así, resulta más raro caracterizar como inmigrante a una persona que tiene una cualificación profesional alta y proviene de algún país del mundo rico. Por ejemplo, ¿se considera inmigrante a quien llega a trabajar como directivo de una empresa multinacional? En el caso de un operario de telefonía de origen sudamericano, que necesita una cualificación superior a la media, ¿no se dice que es inmigrante? Las personas inmigrantes se encuentran en el imaginario colectivo mayoritario como aquellas que vienen a trabajar normalmente en los puestos de menor cualificación.
Otra cosa es la situación administrativa y con ella el disponer o no de los documentos legales que se exigen. Si ser inmigrante ya es en sí un condicionante para hacer valer los derechos, mayor es el condicionante si no se tiene dicha documentación. Las personas inmigrantes tienen una conciencia de serlo y en gran medida de inferioridad. En parte, por el desconocimiento de una realidad nueva, dificultada en muchas ocasiones por el idioma, lo que les lleva a tener poca información. Pero también por creer que el hacer uso de sus derechos debe ser, al menos, prudente, de manera que no interfiera en la estabilidad laboral que desean, y que, en el caso de las personas en situación, les puede llevar a poner en riesgo su propia seguridad. Tampoco debemos menospreciar la percepción que tengan del sentimiento de parte de la población de nacionalidad española, donde existen posturas que van desde la aceptación de la inmigración hasta el rechazo.
3. La Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 dice en su artículo 13.2: “Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país”. La Constitución española de 1978 en su artículo 13 hace referencia a las personas extranjeras (“gozarán en España de las libertades públicas que garantiza el presente Título en los términos que establezcan los tratados y la ley”). El Código Penal (1995 y proyecto de 2009), por su parte, también lo hace, aunque de una forma más frecuente y restrictiva. Las llamadas leyes de extranjería, aprobada la primera en 2000 (luego en 2003 y 2009, y diversas modificaciones), lo hacen de una forma específica, condicionando el contenido del Código Penal.
Desde nuestra adhesión a la Comunidad Económica Europea, allá por 1986, hoy llamada Unión Europea, ha habido algunas modificaciones legales relacionadas con este asunto, que han afectado incluso a la Constitución. En unos casos, para dotar a las personas que pertenecen a algún país de la UE de los derechos que le confieren. En otros, para regular la llegada, estancia y salida de quienes no pertenecen a ningún país de la UE. Esto se ha hecho, por ejemplo, en el Tratado de Schengen (1986), el Consejo Europeo de Tampere (1999), Programa de la Haya (2004), Tratado de Lisboa (2007) o Carta de los Derechos Fundamentales (2007).
De esta manera podemos distinguir, de entrada, tres condiciones legales en España: quienes tienen la ciudadanía plena, que se corresponde con las personas de nacionalidad española; las de quienes tienen la ciudadanía comunitaria, que conlleva algunas restricciones sobre las primeras, pero también la adquisición de aquellos derechos que se derivan de la pertenencia a la UE; y la de las personas extranjeras que no pertenecen a ningún país de la UE, que sólo tienen aquellos derechos que se derivan de la Constitución y los marcados por leyes como el Código Penal o las específicas sobre la extranjería. Hay, sin embargo, un cuarto grupo, que es el que se corresponde con las personas mal llamadas ilegales, con frecuencia irregulares y muy comúnmente “sin papeles”.
La Constitución, como las distintas leyes aprobadas desde 1978, se refiere a los tratados internacionales firmados por nuestro país y que obliga a su respeto y cumplimiento. Uno de esos tratados es la Declaración Universal de Derechos Humanos, lo que no ha impedido que se vulneren en el Código Penal y las leyes de extranjería artículos como el 9, que proclama que “nadie podrá ser arbitrariamente detenido, preso ni desterrado”, o el 13, antes referido, sobre el derecho a salir a cualquier país.
Jurídicamente las personas extranjeras no residentes legalmente no cometen ningún delito penal, equivaliendo su situación irregular a la de una falta de naturaleza administrativa. Las leyes de extranjería, sin embargo, determinan que puedan ser recluidas durante un tiempo en centros de internamiento (la ley de extranjería de 2009 establece 40 días y el proyecto de 2009, que está dentro del trámite parlamentario, lo extiende a 60 días) y expulsadas del país (artículo 96 del Código Penal). En el caso de haber cometido algún delito, cualquiera que sea la situación administrativa, puede conllevar la expulsión. Como figura legal existen muchas dudas, cuando no son valoradas desde determinados ámbitos jurídicos como claras vulneraciones de derechos fundamentales (Terradillos, 2010; Sáez, 2005), acerca de buena parte de las disposiciones legales establecidas, pero en todo caso, como ha denominado el propio profesor Juan Terradillos, cumplen una “función simbólica”. Y aquí entra el que la persona inmigrante, de partida, no sea considerada legalmente como delincuente, aunque es tratada, de hecho, como tal, en la medida que ha perdido las garantías legales. Estadísticamente esto se traduce en que son ejecutadas la tercera parte de las expulsiones dictadas (Terradillos, 2010).
Lo que sí resulta claro es que las personas inmigrantes están en una situación de gran vulnerabilidad, que aumenta según la circunstancia administrativa en que se encuentre. Y es así como se explica que sufran mayor explotación económica, mayor precariedad laboral, mayor siniestralidad laboral, mayor siniestralidad mortal, menor uso de derechos, mayor probabilidad de prostituirse…
4. La Declaración Universal de Derechos Humanos proclama en su artículo 25 el derecho a la salud, como parte del bienestar de las personas. Dos años antes, la constitución de la Organización Mundial de la Salud había reconocido en su introducción que “el goce del grado máximo de salud que se pueda lograr es uno de los derechos fundamentales de todo ser humano sin distinción de raza, religión, ideología política o condición económica o social”. Otros tratados internacionales, como el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966), la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (1979) o la Convención sobre los Derechos del Niño (1989), lo hacen en el mismo sentido y con la misma rotundidad.
La protección a la salud es uno de los derechos reconocidos por la Constitución española (artículo 43), si bien no se encuentra entre los derechos fundamentales, lo que no menoscaba su importancia social. La ley General de Sanidad de 1986, por su parte, estableció en el artículo 1.2 que “son titulares del derecho a la protección de la salud y a la atención sanitaria todos los españoles y los ciudadanos extranjeros que tengan establecida su residencia en el territorio nacional”, lo que ha supuesto un progreso importante en relación a la propia Constitución. La normativa legal en este asunto ha seguido desarrollándose, aunque el que se haya creado una específica para las personas extranjeras, su aplicación resulta diversa. Podemos distinguir, así, tres situaciones: la de quienes sean menores de 18 años, que tienen reconocido ese derecho plenamente; la de quienes se hayan empadronado, que también tienen derechos plenos; y la de quienes no lo hayan hecho, que sólo tienen derecho a la atención en urgencias y la que de ella se derive. En el caso de Andalucía no se hace esa distinción, pues existe una asistencia sanitaria universal.
Teniendo en cuenta que el empadronamiento es una posible ventana de información policial para detectar la situación irregular o no de las personas inmigrantes, entramos en uno de los problemas que genera sobre en el uso de los derechos que asisten a cualquier persona. La irregularidad administrativa puede impedir hacer un uso efectivo de los derechos sanitarios, en parte por los riesgos que puede conllevar de cara a la estancia en nuestro país. Si además existe la obligación, bajo sanción penal, de informar por parte de quienes trabajan en el mundo de la sanidad, la cosa se agrava aún más.
Esto explica, por ejemplo, que entre la población inmigrante se haga un uso menor de la asistencia sanitaria. O que la petición de atención especializada sea mayor, como consecuencia de la excepcionalidad que supone solicitarla, en la medida que se hace uso de ella cuando no hay más remedio que hacerla.
5. Más grave es, según mi opinión, un hecho que suele pasar desapercibido. La OMS ha definido la salud como “un estado completo de bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”. Cabe preguntarse por la situación en que se encuentra la población inmigrante, entendida como es percibida socialmente y definida implícitamente por la legislación vigente. Dada su gran vulnerabilidad y teniendo en cuenta que cuando hablamos de salud hay que superar la perspectiva que la reduce a afecciones o enfermedades, falta por conocer el estado real de la salud de las personas inmigrantes. Como Geoffrey Rose ha apuntado, el determinante principal de las enfermedades se encuentra en las condiciones económicas y sociales, algo que nos debe llevar a pensar (citado en Senado, 1999; Rose, 1985).
Las distintas experiencias que se están desarrollando en varios países de la UE tienen en la Declaración de Amsterdam de 2004 un referente importante. Aunque las conclusiones a las que se han llegado están expuestas en forma de recomendaciones, dada la naturaleza de la reunión donde se aprobó, su importancia deriva de la voluntad de parte de la comunidad sanitaria para coordinar la toma de medidas más efectivas y ayudar a crear una nueva cultura de atención a los sectores sociales más vulnerables. El poner en los hospitales como el punto base de actuación, se puede entender como el ámbito donde confluyen los distintos sectores involucrados en el interés por que la atención sanitaria sea más efectiva para todas las personas, sin exclusiones. Profesionales, pacientes y sus familiares, y colectivos ciudadanos pueden trabajar para llevar a las personas inmigrantes que lo necesiten la información necesaria y el acceso a la misma atendiendo a su propia realidad cultural y lingüística.
La salud, y con ella la atención sanitaria, es un derecho de primer orden. Debemos entenderla no sólo como un derecho individual, en la medida que se demanda así, sino como un derecho en consonancia con el del conjunto de las personas de un país. La salud percibida y tratada individualmente impide conocer el estado general de un país. Un elevado grado de salud de toda la población repercute positivamente en cada persona. Y no sólo por la dimensión económica o sanitaria, sino mental. Los derechos de las personas entendidos socialmente aumentan el bienestar general e individual, por el disfrute en sí de los mismos y, ante todo, por la percepción solidaria que se puede tener de ellos.
El disfrute de los derechos de las personas en general y el de la salud y con ella la atención sanitaria, en particular, es el principal patrimonio de la humanidad. Supondría una conciencia superior de solidaridad que impediría tener que estar discutiendo sobre la restricción de derechos.
En Alange (Badajoz) y Salamanca, 28 al 30 de marzo de 2010
Documentos legales de referencia
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Constitución Española. Aprobada por las Cortes el 31 de octubre de 1978. Madrid, 1978
Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad (consultado el 28-03-2010).
Convención sobre los Derechos del Niño [de 20 de noviembre de 1989], UNICEF Comité Español, 2006.
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