La que acabó siendo la penúltima conversación con mi hermana Conchi -la enésima que por teléfono mantuvimos cada dos o tres días desde que se iniciara la maldita pandemia que nos azota- dejó una cosa pendiente: haberle enviado unas fotos que hice años atrás de lo que había quedado del barrio del Castigo. Me preguntó ese día sobre su ubicación concreta, después que apenas hayan quedado restos de lo que fue hasta finales del siglo pasado. Le respondí que había estado situado cerca del final de lo que ahora se conoce como barrio de Huerta Otea, precisamente donde otro hermano nuestro, Jose, tuvo durante unos años un piso.
El barrio del Castigo fue un espacio enigmático durante nuestra infancia. Muy separado del casco urbano de la ciudad y situado en la orilla derecha del río Tormes, en el recodo donde, enfrente, se encuentra el legendario Tejares -antaño, una aldea, y más recientemente, quizás desde alrededor de medio siglo, un barrio de Salamanca-, su nombre y sus gentes nos llevaron a hacernos preguntas entre el temor y el silencio. Tengo recuerdos vagos de haber pasado por su callejuelas, acompañado de mi padre, mi madre y algunos de mis hermanos, cuando regresábamos de paseos por sus cercanías: la finca de Marín, el puente de la Salud... Era para mí un paso entre miedoso y misterioso, siempre acompañado de un coro de ladridos, cuyos emisores abundaban y se movían sin cesar.
Nunca estuve en ese barrio con mis amigos de la calle -pese a que, en realidad, fuese una avenida donde vivíamos-, ya que para nuestro espacio de juegos y aventuras la mayor lejanía se quedó en la fuente de la Zagalona -a la que también denominábamos con el nombre escatológico de la Cagalona- y la también legendaria cueva de la Múcheres -cuyo artículo, no sé por qué, lo convertíamos en plural.
Una parte de las casas y el blanco de su pequeña capilla eran visibles desde el balcón trasero de nuestra casa familiar. Desde él siempre hemos podido divisar el paisaje que se dirige por el sur hacia la hondonada por donde discurre el río Tormes y que luego vuelve a alzarse hacia las alturas suaves de los Montalvos. En algunas ocasiones pude contemplar ese barrio desde el balcón rocoso natural que se levanta sobre la Chopera del río, en el extremo sur donde durante un tiempo, en la segunda mitad de los años sesenta, estuvo la Feria de Muestras. El mismo balcón natural donde, en un escalón más bajo, se sigue encontrando la cueva de la Múcheres.
Podría tener unos 10 años cuando otra hermana, Irene, nos habló de ese barrio con motivo de algunas visitas ocasionales que había realizado dentro de sus actividades de apostolado religioso como estudiante. Recuerdo cuando se refirió a las carencias alimentarias e higiénicas de parte de sus moradores, y las secuelas en forma de infecciones de boca que solían tener los más pequeños. Dos o tres años después, organizado desde el colegio de los Maristas, llegué a disputar un partido de fútbol entre chavales de nuestro entorno y del barrio del Castigo.
Con los años el paso por ese barrio dejó de ser para mí motivo de miedo. Fue en la Semana Santa de 1996 cuando, acompañado de mi hermano Seve, pude ver por última vez las casas apiladas en torno a su callejuela central y puede -no puedo afirmarlo con rotundidad- que hasta lo que fue su capilla. No faltó, eso sí, el coro de ladridos que le aportaba una parte de su idiosincrasia.
Hurgando en mi archivo de fotografías, he encontrado, por fin, algunas de las que prometí enviar a mi hermana. Unas las hice a principios de 2013 y otras parecidas, por las mismas fechas, pero dos años después. Por mi cabeza pasa la idea de que debe haber más, pero por ahora no las he encontrado. Como cuando, también por esos años, estuve dando con mi hermano Juan Miguel un largo paseo que tuvo su comienzo por ese lugar, desde donde cruzamos el río por la pasarela que lleva a Tejares, para seguir caminando por la orilla izquierda hasta Villamayor. Pero eso pertenece a otra historia.
La primera imagen de esta entrada, hecha cuando tenía alrededor de los 13 años, es una recreación mental del barrio del Castigo, más que fidedigna, idealizada en su entorno natural. Se trata de un dibujo coloreado con pinturas de témpera, en el que se mezcla la ingenuidad de la edad y la simpleza técnica. Una fusión de lo que veían mis ojos desde el balcón de casa, la perspectiva del antes referido balcón natural sobre la Chopera y el recuerdo de mis pasos por el lugar.
La segunda imagen es más reciente, concretamente de 2015. Una de las fotografías que debía haber enviado a mi hermana Conchi, pero que el destino lo ha impedido. Una deuda que contraje con ella hace algo más de dos semanas y que, por desgracia, no he podido saldar.