Hace
unos años el magistrado Joaquín Navarro Estevan [1], que en 1977 era militante
del Partido Socialista Popular [2] y fue elegido senador por Almería en las
elecciones celebradas el 15 de junio [3], escribió acerca de lo ocurrido
durante la campaña electoral en Andalucía:
Los resultados fueron muy positivos para el
PSOE, sorprendiendo a la propia ‘casa’. Pero en muchos lugares -como Sevilla-
causaron miedo cuando se fueron conociendo. Muchos se asustaron al pensar que
podían ganar. ‘Aquello –me decía un dirigente socialista de Sevilla- era
demasiado’. No lo entendí. ‘Pensé –le dije- que queríais ganar las elecciones’.
‘Pero ¿qué dices? ¡Podría organizarse la de Dios es Cristo! ¡Con las fuerzas
armadas que tenemos, el golpe sería inmediato!’. Éste era el clima. Por esas o
parecidas razones, no pocos militantes del PCE votaron PSOE. Algunos me lo
dijeron y me indigné hasta el punto de que se quedaron muy sorprendidos, como
si yo estuviese fuera de la realidad de la historia.
En
las líneas siguientes Navarro Estevan siguió abundando sobre el tema, en el que
resaltó que “el miedo también votó”, una frase que dio título al epígrafe.
Ignoramos en qué medida se concretó la afirmación hecha por parte del
magistrado y, por tanto, cuántas personas pudieron cambiar su voto como consecuencia
del miedo.
Se ha
escrito bastante acerca de la actitud de la sociedad española durante los años
de la Transición y la preeminencia de la “paz” muy por encima de otros valores
como los de “justicia”, “libertad” y “democracia”, tal como han resaltado
Rafael López Pintor o Paloma Aguilar [4]. También se ha escrito sobre el
comportamiento de los principales partidos parlamentarios durante los años de
la Transición, desarrollando una política de consenso que tuvo como momento
culminó la aprobación de la Constitución de 1978.
Pero
esa línea de interpretación no fue en su día unánime. Hay trabajos que
plantearon en su día la existencia de otro estado de opinión en esos años, en
este caso resaltando unas condiciones más favorables a un cambio político más
avanzado, dentro de los parámetros de lo que durante los últimos años del
franquismo y los primeros de la Transición se denominó con el término ruptura
democrática [5]. Más recientemente otros trabajos han abundado sobre ello, con
algunas matizaciones, pero resaltando las limitaciones del modelo político
conformado en la Transición y las repercusiones en el momento actual [6].
De lo
que no hay duda es que el miedo estuvo presente en esas elecciones entre
quienes habían vivido la guerra y los primeros años de la dictadura, y, como
consecuencia, habían sufrido, directa o indirectamente, los rigores de la
represión. Algo que también siguió perdurando en otros ámbitos de la vida
durante las décadas de los ochenta y los noventa. Los ecos de la dictadura
seguían presentes y es que, en palabras de Francisco J. Leira Castiñeira [7],
la guerra generó un curioso fenómeno, como
fue la mentada necesidad de paz por parte de la ciudadanía y en gran parte de
los excombatientes, junto con la imposibilidad de afirmar en público una
memoria colectiva distinta a la defendida por la dictadura. Esto dio lugar a un
silencio, no solo impuesto por los poderes fácticos, sino autoimpuesto.
El
miedo y el olvido estuvieron instalados durante décadas en la sociedad española.
Como también ha señalado Magdalena González [8]:
Aunque
el franquismo fracasó en el intento de transformar un modelo de conciencia
social y no pudo arruinar la memoria privada en la que aquella se reforzaba,
incluso a pesar de la exhibición permanente de la memoria oficial y el
desarrollo de la política de socialización emprendida para actuar sobre las
nuevas generaciones, sí consiguió instalar el miedo y el mutismo entre la
población, lo que también provocó que muchos prefiriesen olvidar.
Que
durante los años de la Transición prevaleciera la idea de superar lo ocurrido
durante la guerra civil en pos de un nuevo objetivo político basado en el
modelo liberal-democrático, no impidió que en algunos sectores de la población,
concretamente los relacionados con quienes resultaron perdedores en la
contienda bélica, se diera un sentimiento de frustración, bien fuera propio o
bien de las generaciones siguientes. Después de unos primeros escarceos por
conocer más de lo ocurrido, como fueron los primeros descubrimientos de fosas
comunes o la publicación de reportajes por parte de una revista generalista
[9], hubieron de pasar algunos años, ya a finales de la década de los noventa,
para que eclosionaran a la par, complementándose, investigaciones históricas
sobre el tema y un movimiento por recuperar la memoria de lo sucedido y de
quienes sufrieron los horrores de la represión.
Fueron
muchos años, en su mayor parte bajo los gobiernos del PSOE (1982-1996)
presididos por Felipe González, en los que se cultivó el olvido. A ello no fue
ajeno el protagonismo que tuvieron determinados sectores políticos de una
generación, la del 68, que participó en primera línea en el pacto
constitucional y llevó las riendas políticas durante esos años. Para Pablo
Sánchez León [10]
los de la
generación del 68 […],
tras pactar con la
burocracia tardofranquista, pilotaron
la transición y aseguraron
su estatus social en una clase
media reforzada con la
consolidación del Estado
del bienestar y extendida
definitivamente como patrón
moral de
la democracia posfranquista.
También monopolizaron el relato oficial
sobre la misma.
Era de esperar
entonces que las
narrativas sobre la transición disponibles hayan borrado toda huella de
la experiencia colectiva de una juventud
radical por la
que sentían incomprensión
cuando no vergüenza
y repudio.
Es
verdad que durante los gobiernos del PSOE siguió desarrollándose una normativa
legal, iniciada en el verano de 1976, tendente a conceder pensiones a quienes,
con algún tipo de secuela física por motivos de la guerra, no las habían
recibido. En su gran mayoría se trataba de combatientes republicanos, aunque no
faltaron algunos “rojos” que se vieron obligados a formar parte de las filas
del ejército franquista. En 1984 se reconocieron los derechos y servicios
prestados por quienes durante la guerra civil formaron parte del ejército y las
fuerzas de orden público bajo la autoridad del gobierno republicano [11]. Y
finalmente en 1990 se aprobó, dentro de los Presupuestos Generales del Estado,
la adicional decimoctava, que estaba dirigida a indemnizar a quienes por
motivos políticos habían sufrido al menos tres años de privación de libertad
[12]. Aunque el ministerio de Economía y
Hacienda recibió más de 100.000 peticiones, 40.000 fueron desestimadas [13]. Y
es que buena parte de los fondos documentales depositados en los archivos
oficiales estaban desorganizados, cuando no habían sido destruidos [14].
De
poco sirvieron las recomendaciones formuladas en 1994 desde la Oficina del
Defensor del Pueblo al ministerio de Economía y Hacienda. Es verdad que se
admitió que se flexibilizaran los “criterios de interpretación y aplicación” de
la normativa, incluyéndose “como periodos de prisión, los de privación de
libertad sufrida en campos o depósitos de concentración y edificios habilitados
como prisiones”. Pero no ocurrió lo mismo con otra petición, la que iba dirigida a que “se estudiase la
posibilidad de establecer medios de prueba complementarios para la acreditación
de los periodos de privación de libertad o, subsidiariamente, que se
reconociese una bonificación temporal”.
Algunas
comunidades autónomas, por su parte, aprobaron posteriormente algunas
compensaciones, que han sido calificadas en algún caso como “ridículas” [15]. No conocemos su alcance en cuanto a datos
concretos, pero sí que hubo problemas reales, derivados de las dificultades
existentes a la hora de localizar en los archivos oficiales los documentos
requeridos.
Llegados
a este punto, resulta necesario abordar lo que fue ocurriendo desde finales del siglo pasado, así como las
controversias que fueron surgiendo, en las que dos mundos, el político y el
académico, estuvieron muy presentes. Como también lo estuvo, como principal
ingrediente, el cambio de mentalidad en una buena parte de la sociedad española
y la voluntad de quienes, en mayor número que antes, decidieron dar un paso
decidido para conocer más y mejor lo ocurrido, y para no olvidar.
Notas
[1]
Navarro Estevan (2003, p. 27).
[2]
Estaba dirigido por el catedrático de Derecho Político Enrique Tierno Galván;
compitió con el PSOE el espacio de la socialdemocracia, pero resultó claramente
perdedor, al obtener apenas el 4’46% de los votos y 6 escaños frente al 29’3% y
118 escaños del partido dirigido por Felipe González; en Andalucía el PSP se
presentó coaligado con el Partido Socialista de Andalucía, obteniendo el 4’7%
de los votos frente al 36’2 del PSOE (Junta Electoral Central, sin fecha, p.
5).
[3]
Se presentó dentro de la Agrupación Electoral Democrática Independiente de
Almería, que estaba apoyada por PSOE, PSP y PCE (Junta Electoral Central, sin
fecha, p. 12).
[4]
López Pintor (1981, p. 22) y Aguilar (1996, pp. 348 y ss.), que se basan en las
encuestas del Instituto de Opinión Pública de 1966, 1975 y 1976; la segunda,
además, en los informes FOESSA de 1966, 1970, 1975 y 1981.
[5]
Existen distintos autores que han defendido una versión diferente a la más
extendida, fruto del llamado consenso constitucional, como la de Garcés (2008;
la edición inicial es de 1996), Navarro (2003),
Vidal-Beneyto (2007), etc.
[6]
Doménech (2003), Gallego (2008), Monedero (2011), Rodríguez López (2015), etc.
[7]
Leira (2020, p. 315).
[8]
González (2023, p. 552).
[9]
La revista Interviú publicó varios
reportajes; conocí uno de ellos, “Salamanca. Así fue el terrorismo falangista”
(Montoto, 1979).
[10]
Sánchez León (p. 93).
[11]
Ley 37/1984, de 22 de octubre (BOE n. 262, 1-11-1984).
[12]
Ley 4/1990, de 29 de junio, de Presupuestos Generales del Estado para 1990 (BOE
n. 156, 30-06-1990).
[13]
Espinosa (2015, p. 107).
[14]
Como ejemplo, el Archivo General de la Capitanía de la Zona Marítima del
Estrecho sufrió un incendio en el verano de 1976, destruyéndose la mayor parte
de la documentación existente.
[15]
Espinosa (2015, p. 107).
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