Reconozco que lo que está ocurriendo en Grecia me produce desazón. Después del triunfo de Syriza en enero, la actitud mostrada por el nuevo gobierno durante las negociaciones con la UE y los resultados del referéndum de julio, parecía que en ese país se estaba desarrollando un polo de resistencia sólido frente a la troika. Pero fue una ilusión, porque, pese al capital político acumulado tras el referéndum, al poco Alexis Tsipras y su gente decidieron aceptar las condiciones dictadas desde la UE en el tercero de los memorandos. A partir de ese momento han cambiado las cosas en Europa y en Grecia. Syriza se ha roto y la cara más conocida de la resistencia en las negociaciones, Yanis Varoukakis, que se vio obligado a dimitir como ministro de Finanzas-habrá que saber por qué-, se ha distanciado del nuevo rumbo adoptado por su partido.
Las elecciones de ayer han mantenido el mapa político de hace ocho meses, con números prácticamente similares, aunque con más abstención. Syriza ha vuelto a ganar, la escisión por su izquierda, Unidad Popular, se ha quedado sin representación y el comunista KKE mantiene su nivel de apoyos. El problema es que las medidas aceptadas por el gobierno griego en julio van a seguir azotando a la población. Ésta no quiere gobiernos como los de Nueva Democracia y el PASOK, que los llevaron a la ruina, pero tienen miedo a trazar nuevos caminos. Por eso Syriza ahora representa hoy el miedo, aunque sea de otra forma. Ha ganado otra vez, es cierto, pero no es lo mismo que meses atrás. Las calles han dejado de ser espacios de ilusión y alegría.