"El desplazamiento del sur al norte es inevitable; no valdrán alambradas, muros ni deportaciones: vendrán por millones. Europa será conquistada por los hambrientos. Vienen buscando lo que les robamos. No hay retorno para ellos porque proceden de una hambruna de siglos y vienen rastreando el olor de la pitanza. El reparto está cada vez más cerca. Las trompetas han empezado a sonar. El odio está servido y necesitaremos políticos que sepan estar a la altura de las circunstancias".
Pero por más que he indagado acerca de la publicación en que apareció, no he conseguido localizarlo. Sin embargo, sí he dado con un breve escrito suyo (que se puede tanto leer como escuchar en ivoox.com), "Acerca de la inmigración en el estrecho de Gibraltar". Luego, insistiendo en mi búsqueda, he sabido que fue publicado en 2001 como Prólogo al libro de Juan José Téllez Moros en la costa. Lo hizo cuando el estrecho de Gibraltar era el lugar preferido para el tránsito de inmigrantes procedentes de África en las pateras de la muerte para tantas miles de personas:
"Que tire la primera piedra quien nunca haya tenido manchas de emigración en su árbol genealógico... Así como en la fábula del lobo malo que acusaba al inocente cordero de enturbiar el agua del arroyo de donde ambos bebían, si tú no emigraste, emigró tu padre, y si tu padre no necesitó mudar de sitio fue porque tu abuelo, antes, no tuvo otro remedio que ir, cargando la vida sobre la espalda, en busca de la comida que su propia tierra le negaba.
Muchos portugueses (¿y
cuántos españoles?) murieron ahogados en el río Bidasoa cuando, noche oscura,
intentaban alcanzar a nado la otra orilla, donde se decía que el paraíso de
Francia comenzaba. Centenas de millares de portugueses (¿y cuántos españoles?)
tuvieron que adentrarse en la llamada culta y civilizada Europa de allá de los
Pirineos, en condiciones de trabajo infame y salarios indignos. Los que
consiguieron soportar las violencias de siempre y las nuevas privaciones, los
supervivientes, desorientados en medio de sociedades que los despreciaban y
humillaban, perdidos en idiomas que no podían entender, fueron poco a poco
construyendo, con renuncias y sacrificios casi heroicos, moneda a moneda,
céntimo a céntimo, el futuro de sus descendientes.
Algunos de esos hombres,
algunas de esas mujeres no perdieron ni quisieron perder la memoria del tiempo
en que padecieron todos los vejámenes del trabajo mal pagado y todas las
amarguras del aislamiento social. Gracias sinceras les sean dadas por haber
sido capaces de preservar el respeto que debían a su pasado. Otros muchos, la
mayoría, cortaron los puentes que los unían a aquellas horas sombrías, se
avergonzaron de haber sido ignorantes, pobres, a veces miserables, se comportaron
como si la vida decente, para ellos, sólo hubiera comenzado verdaderamente y
por fin el día felicísimo en que pudieron comprar su propio automóvil. Esos son
los que estarán siempre dispuestos a tratar con idéntica crueldad e idéntico
desprecio a los emigrantes que atraviesan ese otro Bidasoa más largo y más
hondo que es el Estrecho de Gibraltar, donde los ahogados abundan y sirven de
pasto a los peces, si la marea y el viento no prefirieron empujarlos a la
playa, hasta que la guardia civil aparezca y se los lleve.
En fin, no se me ocurre decir mucho más, porque el contenido de los textos del escritor portugués es bastante elocuente. Y ya que estamos con él, no está de más acabar con algo que escribió en su novela Ensayo sobre la ceguera:
"Creo que
no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que,
viendo, no ven".
(Imagen: "Pateras", óleo sobre cartón de José Luis Tirado, 1992)