Hace tres semanas el Tribunal Supremo dio lugar a una situación entre inaudita y escandalosa. Fue concretamente el presidente de la Sala de lo Contencioso-Administrativo quien tomó una decisión que ha provocado un antes y un después en la justicia española: dejó en suspenso una sentencia de la sección especializada por la que se obligaba a los bancos al pago del impuesto de actos jurídicos documentados en los préstamos hipotecarios y convocó para una reunión posterior al Pleno de la Sala. En medio tuvimos, además, el episodio de la reunión del presidente de la institución, Carlos Lesmes, con el de la Sala, Luis Díez-Picazo, y las posteriores declaraciones de Lesmes pidiendo disculpas. ¿A quiénes se refería? ¿A quienes tomaron la decisión de hacer en recaer en la banca el pago de dicho impuesto?
Y fue ayer, después de dos días de deliberaciones, cuando el resultado final ha supuesto una marcha atrás en relación a la sentencia primera. Si desde el primer momento saltó la polémica, lo ocurrido ayer la ha magnificado. La credibilidad de la máxima instancia de la justicia española está, más que nunca, en entredicho. La confianza de la gente hacia ella ha bajado muchos enteros. Son muchos los episodios en los distintos tribunales y juzgados llaman la atención por las decisiones tomadas. Ayer me referí a la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, pero saltan a la vista muchos casos más, como el de Urdangarín y la Infanta Cristina, las personas inculpadas y encarceladas en relación al procés catalán, el máster de Pablo Casado, los numerosos casos de corrupción en el PP, las condenas que vulneran la libertad de expresión, la puesta en libertad de "la Manada", el tratamiento de la violencia de género, la insensibilidad ante los desahucios, el rechazo a investigar los crímenes del franquismo...
Son tantos, demasiados, que la percepción por parte de mucha gente es que la justicia no es justa, que se dicta en favor de quienes más tienen, como acaba de ocurrir en el caso de las hipotecas. Resulta sorprendente que ante un acto jurídico reclamado por la banca, mediante el cual sale beneficiada, tenga que ser el cliente quien pague el impuesto correspondiente. Y más sorprendente, por supuesto, que ante al cambio de doctrina jurídica introducido hace tres semanas, se haya producido primero la intromisión del presidente de la Sala y luego la decisión del Pleno. Dicho señor, Luis Díez-Picazo, y el presidente del Tribunal Supremo, Carlos Lesmes, deben dimitir. Ellos y la institución en su conjunto están más que en entredicho.