martes, 27 de noviembre de 2018

Bernardo Bertolucci, prodigioso en algunas de sus películas

La muerte de Bernardo Bertolucci está ocupando muchos espacios en los medios de comunicación. Para mucha gente puede ser considerado como uno de los grandes del cine. Al menos, de la obra que abarcó hasta los años 80. Es, desde luego, uno de los autores representativos del cine italiano de los años 60 y 70. El más joven entre los más jóvenes que continuaron, renovándola, la estela del neorrealismo. En ésta estaban los Rosellini, De Sica  Visconti, Fellini… Luego vinieron los Pasolini,  Antonioni, hermanos Taviani, Scola, Ferreri… o la Cavani. Un cine memorable en sus contenidos, estilos, formas narrativas, imágenes… Un cine, también y en cierta medida, militante, dada la cercanía, en distintos grados, de una buena parte al Partido Comunista Italiano, el mejor heredero del antifascismo en su país.

Y son precisamente las películas que hizo Bertolucci en los años 60 y 70 las que mejor se inscriben en esa tradición. Tanto para ensalzarla (a su manera, eso sí) como para desmitificarla. En esto último entronca con el tiempo que vivió durante esos años, el de la generación del 68. En todo caso, estamos ante un director que, como dijo en cierta ocasión Manuel Gutiérrez Aragón, expresó “la intimidad más recóndita y prohibida de sí mismo”.

Las primeras películas que vi de él fueron El conformista (1970) y El último tango en París (1972). La primera, basada en una novela de Alberto Moravia, se inscribe en la tradición antifascista, para retratar un personaje gris, a la vez que confuso y contradictorio (su latente homosexualidad que quiere disimular), que se adapta al régimen fascista y acaba atrapado por él.

De esta etapa también son Antes de la revolución (1964) y La estrategia de la araña (1970). Dos películas donde se nota el eco de sus raíces, Parma y la Emilia Romana, uno de los ámbitos principales de la resistencia y, como en tantas otras ocasiones, de la relación entre la literatura y el cine. En Antes de la revolución hace uso de los protagonistas de La cartuja de Parma de Stendhal para llevarnos a la contradicción entre los orígenes de clase y los anhelos revolucionarios, sin que falte la tensión sexual y amorosa entre lo convencional y lo transgresor. En La estrategia de la araña hace uso del relato de José Luis Borges “El tema del traidor y del héroe” para llevarnos a una realidad que, por posible, invita a profundizar en los comportamientos humanos más perversos. Algo así como que no todo es lo que aparenta. Por eso presenta a un militante antifascista que ha traicionado a sus compañeros, pero con los que llega al acuerdo de suplantar su ejecución como si hubiera sido producto del enemigo. Un juego que acaba siendo descubierto por un hijo que tiene la curiosidad de indagar en la figura de un héroe que nunca lo fue realmente, para finalmente ser atrapado por la tela de una araña que deja las cosas como estaban.

Muy distinta es El último tango en París, la más conocida de sus obras y, claro está, la más polémica. Y quizás sea por estar hecha en otro entorno cinematográfico, Hollywood, lo que le dé esa dimensión. Su atrevimiento en dar rienda suelta a sus obsesiones sexuales, bajo influencias freudianas, dio lugar a una intrahistoria llena de anécdotas. La misma que lo llevó a ser condenado en su país o que en España fuera objeto del paso ritual de la frontera francesa por mucha gente mientras estuvo prohibida. Por lo demás, estamos ante a un grito desgarrador en medio de la soledad, la desesperación, el fracaso personal…

De todas las películas de Bertolucci me quedo con Novecento (1976). Una obra donde lo épico y lo lírico se entrecruzan, en medio de un momento histórico que ocupa la primera mitad del siglo XX. Un momento que coincide con el germen, el clímax y la derrota del fascismo en Italia. Y también, la apoteosis de una clase social, la obrera, que ha ido creando una tradición que responde a esos retos con su propia lucha y resistencia. La historia de dos amigos desde la infancia, hermanos de padre, pero separados por la pertenencia a clases sociales distintas. Un homenaje a la clase obrera y del partido que mejor lo representó, que comienza con la imagen fija del cuadro “El cuarto estado”, de Giuseppe Pellizza da Volpedo, y la genial banda sonora de Ennio Morricone, y que continúa con una sucesión de escenas memorables donde la heroicidad, la solidaridad y el dolor están presentes.   
   
Lo que vino después fue diferente, certificando el fin de una etapa. Primero, con La Luna (1979) y luego, con La historia [tragedia, en el original] de un hombre ridículo (1981). Esta última nos lleva al tiempo presente, en medio del conflicto político que vivía Italia con el terrorismo y la reacción de un pequeño empresario de provincias cuando se ve sacudido por el secuestro de su hijo.      

Antes de hacer dos de sus más espectaculares películas, El último emperador (1987) y El pequeño buda (1993), Bertolucci participó junto con una pléyade de directores italianos en el documental L’addio a Enrico Berlinguer, un homenaje al secretario general del PCI, fallecido en el verano de 1984 durante un mitin electoral que se celebraba en Padua. Después de volver a verlo estos días, y conociendo lo ocurrido con ese partido, las imágenes me han llevado a pensar en un adelanto de su destino. Con el funeral y el entierro de Berlinguer se anticipó la del partido que llegó a ser el más poderoso del mundo occidental.

El último emperador nos lleva a China y las vicisitudes de quien fue su último emperador, Puyi, desde una niñez que coincidió con el nacimiento de la república hasta su conversión en un humilde jardinero, ya durante el sistema socialista instaurado en 1949. El relato de un hombre que no dejó de ser nunca un monigote en manos de poderes ajenos a su persona: el milenario sistema imperial, el imperialismo japonés que lo llevó a ser rey de Manchuria y la nueva China, la misma que le hizo ver, en sus contradicciones, que nunca fue el dios con que le proclamaron emperador siendo niño y las atrocidades cometidas durante su colaboración con Japón.   

El pequeño buda es un trabajo que, en cierta medida, completa la evolución mental de Bartolucci. El budismo se unió, así, a una visión del mundo que había arrancado del marxismo y lo freudiano. En este caso, una religión sin Dios, extraña a lo occidental, pero que permite enlazar dos mundos alejados. La historia que cuenta a través de un niño nos lleva, a su vez, a todo lo que de infantil llevamos dentro.  

Nueve han sido las películas que he visto del cineasta italiano. Suficientes, creo, para poder ofrecer una visión de lo que su obra ha representado en la historia del séptimo arte. Para mí, uno de los grandes, prodigioso en algunas de sus películas y autor de algunas de las imágenes más bellas vistas a través de las pantallas.