Cada vez que paseo por las calles de mi ciudad de nacimiento me viene al recuerdo cantidad de situaciones y, con ellas, de personajes. No sé por qué, la verdad, pero, poco antes de llegar hoy a casa tras un largo paseo matutino, se situó en mi mente un personaje del que no hace mucho supe que había fallecido hace casi dos décadas. Trabajé con él allende el río. Eso sí, cada uno en su sitio: él en la confección de las páginas de un periódico que llegó a ser centenario y yo, en la mejora, dentro de mis posibilidades, de todo aquello que ayudara a leerlas. Él, sintiéndose importante, y yo, peleándome cada día por intentar poner orden en el mundo de la ortografía, las tildes y la puntuación. Él, en fin, montando y yo, corrigiendo. Nunca pudimos cruzarnos en los quehaceres diarios, salvo en una cosa, a la que me referiré más adelante.
Siempre me pareció distante, displicente y hasta engreído. Esa conducta suya quizás fuera fruto de su propia consideración, que por entonces estaba por encima de lo que era profesionalmente hablando y, ya según mi parecer, por encima de su valía. Su apariencia física, sin embargo, no daba esa personalidad. Iba casi desaliñado, con una estética más propia de los años setenta y que empezaba a parecer de otro tiempo en los años de apogeo del felipismo, esos en que se puso mucho empeño en modernizar España para que, en boca del que figuraba como número dos de aquello, no la conociera "ni la madre que la parió".
El caso es que el hombre que me ocupa en este reencuentro se daba unos aires... Y precisamente esta última palabra en singular aparecía en una columna suya, muy bien situada en la jerarquía de páginas del periódico, que le permitía decir lo que le viniera en gana cada día. Su estilo era muy directo, como lo era también su falta de respeto a las normas de la formalidad del idioma. ¿Por qué ese chollo? Me consta, porque fui testigo, que se llevaba muy bien con el jefe. Algo sabía también de su pertenencia por parte de madre a una familia con lustre social en la ciudad. He sabido después que, además, era uno de los vástagos de quien fue unos cuantos años atrás uno de los directores del periódico. Incluso supe, ya no hace mucho, que él mismo llegó a situarse en el penúltimo escalón de la cúspide, pero con la desgracia de que las fauces del destino se lo llevaron para siempre en plena madurez de su cómputo vital.
De entre las columnas que leí de él durante los casi dos años que trabajé en el periódico, menos un día a la semana que descansaba, hubo una que siempre me dejó sorprendido y que tituló "La advertencia". Estaba dedicada a una película de Juan Antonio Bardem con el mismo título y que TVE acababa de estrenar a principios de 1985 sin que antes se hubiera hecho en ninguna sala comercial española. Qué curioso que un año antes yo hubiera tenido la oportunidad de haber visitado en Sofía el mausoleo con el cuerpo embalsamado de quien era el personaje principal de la película, un dirigente comunista búlgaro que fue acusado falsamente en los albores de la Alemania nazi de haber sido el autor del incendio del edificio del Reichstag berlinés. Y qué curioso que eso de lo que trata la película y que el personaje que me ocupa comentaba en su columna, esto es, la unidad de los grupos de izquierda, es lo mismo que esta noche he estado hablando con un viejo amigo.