Visualizar las fotografías aéreas ofrecidas por el diario El Mundo de algunas de las urbanizaciones que se han extendido por doquier a lo largo y ancho del territorio, me ha producido vértigo. Han abigarrado en miles y miles de hectáreas calles donde el hormigón y el asfalto han conformado en el campo unas ciudades fantasma pobladas por una ínfima parte de lo ilusoriamente previsto. En palabras de Fernando Macías, es como si hubieran crecido “las sombras cuando debieran / nacer la amapolas”. Me resulta preocupante no sólo por lo que supone de irracionalidad económica, urbanística, social o medioambiental, sino por el gran apoyo social que ha tenido, y sigue teniendo, ese modelo de desarrollo que se ha conocido como “la economía del ladrillo”. Una prueba de la complicidad existente es el apoyo generalizado, con pocas excepciones (Rivas, Seseña, Conil..., por ejemplo), que han tenido en las recientes elecciones quienes han gobernado los municipios y las comunidades afectadas. Todo un retrato de de la sociedad donde vivimos. Esto me ha traído el recuerdo de esa parábola que Brecht nos cuenta en “El instinto natural de propiedad” acerca de un pueblo de pescadores donde se ha parcelado el mar y sus habitantes, pese a que llevan un tiempo económicamente mal, “rechazan con resolución cualquier intento de reforma”.