Seguimos en el espectáculo mediático que se ha montado en torno al accidente de la mina San José, situada en el desierto de Atacama, en el norte de Chile. Un dramático accidente que ha tenido un final feliz. Otros accidentes, anónimos en su mayoría, no lo han tenido. El de San José ha sido aprovechado por el gobierno chileno para crearse una imagen edulcorada. El presidente Piñero pertenece a la sombra que sigue proyectando Pinochet. El militar que apagó con sangre y fuego uno de los intentos más bonitos por hacer un mundo donde nadie sobrara y que no dudó en ir mina por mina para arrancar de sus entrañas lo más valioso que encerraba: la dignidad humana. Uno de los mineros encerrados, Luis Urzúa, que fue además el último en salir, es descendiente de una familia de comunistas, cuyo padre fue una de las víctimas del general.
Las minas chilenas fueron el vivero del sindicalismo y la revolución chilena. Allí estuvo Luis Emilio Recabarren, el obrero tipógrafo fundador del Partido Obrero Socialista y luego del Partido Comunista, que encontró entre las gentes del desierto del norte sus más fieles seguidoras. El mismo lugar y las mismas gentes a las que Pablo Neruda dedicara tantos versos de una gran hermosura. He aquí una muestra:
Las minas chilenas fueron el vivero del sindicalismo y la revolución chilena. Allí estuvo Luis Emilio Recabarren, el obrero tipógrafo fundador del Partido Obrero Socialista y luego del Partido Comunista, que encontró entre las gentes del desierto del norte sus más fieles seguidoras. El mismo lugar y las mismas gentes a las que Pablo Neruda dedicara tantos versos de una gran hermosura. He aquí una muestra:
Hacia Recabarren
La tierra, el metal de la tierra, la compacta
hermosura, la paz ferruginosa
que será lanza, lámpara o anillo,
materia pura, acción
del tiempo, salud
de la tierra desnuda
El mineral fue como estrella
hundida y enterrada.
A golpes de planeta, gramo a gramo,
fue escondida la luz.
Áspera capa, arcilla, arena
cubrieron tu hemisferio.
Pero yo amé tu sal, tu superficie.
Tu goterón, tu párpado, tu estatua.
En el quilate de pureza dura
cantó mi mano: en la égloga
nupcial de la esmeralda fui citado,
y en el hueco del hierro puse mi rostro un día
hasta emanar abismo resistencia y aumento.
Pero yo no sabía nada
El hierro, el cobre, las sales o sabían.
Cada pétalo de oro fue arrancado con sangre.
Cada metal tiene un soldado.
(Canto General, IV/XVIII/1)