
Es un país de grandes contrastes y contradicciones, donde la reacción política y social ha aflorado en determinados momentos de una forma abierta o camuflada. No dudó en regar de sangre las calles de los comuneros parisinos, ni en colaborar con el nazismo durante el régimen de Vichy, ni en preparar un golpe de estado durante la crisis argelina, ni en crear el Frente Nacional xenófobo, ni en aupar a la presidencia al actual presidente...
Francia es un país que mantiene con orgullo la herencia del 89, percibida de distintas formas, es cierto, pero creadora de una conciencia cívica que ha dado lugar a una amalgama de movimientos sociales y políticos diversos y activos. Muchos de ellos fueron la base que alimentó el no del referéndum del 2005. En ellos confluyen tradición y modernidad: desde partidos como el PCF o los trotsquistas, y desde sindicatos como la CGT o la CFDT; hasta los más modernos grupos ecologistas, antiglobalización o antirracistas, o el sindicato Fuerza Obrera...
Un país con una alta capacidad de movilización. La misma que se ha vuelto a demostrar ayer. La misma que se resiste a perder las conquistas sociales que tanto costaron conseguirlas. Un ejemplo.