Reconozco que soy poco amigo de los palacios reales. Me resultan en general fríos, pues su destino no es otro que simbolizar la grandeza de lo que representan sus moradores. Y la visita que hicimos a la Reggia/Palacio Real de Caserta no se salió de esa idea previa, salvo un detalle, al que me referiré al final, que me resultó entre curioso y llamativo, y que hizo que la visita acabara resultando para mí diferente.
El palacio lo mandó construir Carlos de Borbón, que era el tercer hijo de Felipe V de España y el primero que tuvo con Isabel Farnese. Carlos fue coronado rey de Nápoles y de Sicilia -cada territorio por separado- en 1734, pasando tres años después a poseer una única corona: la del reino de las dos Sicilias, con Tratado de Viena de por medio. Como monarca actuó desde los parámetros centralistas, propios de la tradición borbónica francesa e introducida en España, y del absolutismo ilustrado, que en esos años empezaba a ganar importancia en Europa. Eso supuso que bajo su mandato se iniciara un proceso de reformismo político y administrativo, con la puesta en práctica de medidas que tuvieron diferente suerte: limitar las interferencias en el poder por parte de la nobleza y la Iglesia Católica, mejorar el sistema fiscal, facilitar el acceso a la propiedad al campesinado, impulsar la cultura en distintos órdenes...
Desde esa perspectiva el Palacio Real se convirtió en el símbolo de las pretensiones de Carlos como monarca. Y, pese a la evidente debilidad que tenía, incluidas las del plano internacional en medio de las grandes potencias de la época, tomó una decisión atrevida. Lo situó en la localidad de Caserta, a unos cuarenta kilómetros al norte de Nápoles, y se lo encargó al arquitecto napolitano Luigi Vanvitelli. Proyectado en 1747, las obras se iniciaron cinco años después, teniendo como referentes, tanto en su diseño constructivo como en su estilo barroco, los palacios existentes en Versalles y Madrid. El primero se había iniciado a finales del siglo XVII y todavía se encontraba en proceso de construcción, mientras que el segundo había dado sus primeros pasos en 1738, precisamente bajo la dirección de otro arquitecto del reino, el calabrés Filippo Juvara.
Se trata, en primer lugar, de un monumento formado por dos espacios: el palacio, de planta cuadrada y dividido en cuatro partes; y unos jardines adyacentes. Y en el intento de Carlos y su arquitecto por emular los palacios de Francia y España, llegó a superarlos en el tamaño del edificio principal. No pretendo extenderme en los rasgos arquitectónicos del palacio. Sólo mencionar algunas de las estancias, como la Sala Regia, La Capilla real, la Sala de Otoño o el Salón del Trono, que han sido decoradas con una profusión de lujo. En su mayoría, a base de estucos, pinturas, esculturas, lámparas, cerámicas y mobiliario inicialmente de estética barroca y rococó, para evolucionar durante el siglo XIX hacia lo neoclásico.
El destino de Carlos de Borbón como monarca, sin embargo, cambió radicalmente en 1758, después que su hermano Fernando VI de España falleciera sin descendencia. Eso supuso que tomara la decisión de abdicar del trono napolitano-siciliano en favor del que le correspondía en la línea de sucesión española. Y lo asumió al año siguiente, dejando a su hijo Fernando como nuevo monarca en Italia y después de resolver los problemas derivados de las presiones que llevó a cabo el Imperio Austriaco para recuperarlo. El acto de traspaso de la corona de padre a hijo ha sido recogido en un cuadro que se conserva en una de las salas del palacio.
En cuanto a los exteriores, su diseño correspondió al propio Vanvitelli, aunque en realidad lo único que se concretó fueron los situados en la parte trasera del palacio, al norte. Están ordenados sobre un gran Passaggio/Paseo, para lo que contó con la colaboración de Francesco Collicini y que tiene una distancia de 3 kilómetros. Por el mismo se reparten jardines, estanques, fuentes y numerosas esculturas. El agua proviene del alto de la colina adyacente, que cae en un momento desde una cascada artificial.
El recorrido por el palacio tuvo un aspecto que me llamó la atención, como sucedió con otras de las personas que formábamos el grupo (¿o no es así, amigo Cipriano?). Y fue la instalación de obras de arte actual, repartidas por las diferentes estancias. De esa manera el espacio construido en otro tiempo, cuyas funciones reales se perdieron definitivamente en 1860 (cuando el reino de las Dos Sicilias empezó a formar parte del reino de Italia), está pasando a convertirse en otro nuevo, que aúna la curiosidad por conocer el pasado con la creatividad artística de nuestros días.
Las obras que vimos resultaron ser un llamativo y creativo contraste entre el pasado y el presente. Aportan vida, a base de colores y formas, a algo que fue, pero que ya ha dejado de existir en las funciones para lo que nació. A veces, algunas suponen una reinterpretación de las funciones para las que fueron concebidas, como ocurre con esos "Libros" de Julian Opie que se han colocado en la Biblioteca.
La instalación artística, que data de 1994, se corresponde con el legado del galerista Lucio Amelio, fallecido ese mismo año. De esta manera se ha reunido una amplia colección de 36 obras, realizadas por otros tantos artistas de diferentes países. Ha recibido el nombre de Terrae motus, porque alude al terremoto que tuvo lugar en el sur de la península Itálica en 1980. Algunas aluden explícitamente a ese suceso. Y otras, como esa "Eva huyendo del paraíso" de Francisco Leiro, parece que intentan advertirnos de sus consecuencias.
Y sobre lo que representa el arte contemporáneo en nuestros días, no está de más recordar esas palabras que el experto en arte Will Gompertz (gracias, Carmen, por el regalo que me hiciste) escribió no hace mucho en su libro ¿Qué estás mirando?:
"el arte contemporáneo (que suele considerarse el que producen los artistas vivos) no es una prolongada broma gastada por unos pocos a un público crédulo. Es cierto que muchas de las obras que se producen actualmente (a decir verdad, la mayoría) no superarán la prueba del tiempo, pero, del mismo modo, habrá muchas que han pasado desapercibidas que algún día serán consideradas obras maestras".