Sabido es que la derecha política, expresión genuina de los grupos sociales con mayores niveles de renta, es poco amiga de los impuestos. Es verdad que hay matices en sus distintas variantes, pero en lo fundamental tienden a coincidir. La más puramente neoliberal es la más explícitamente enemiga y hace de ello una de sus principales banderas. Aunque es verdad que hay matices en sus distintas variantes, en lo fundamental tienden a coincidir. En todos los casos argumentan que el pago de impuestos supone retraer dinero de las empresas para sus inversiones y de la gente corriente para su consumo y, cuando se da el caso, también para invertir. Es precisamente en esto último donde consiguen apoyos entre los sectores sociales intermedios, que son mayores entre quienes tienen algún tipo de negocio en propiedad (comercial, industrial, hostelero, agrario...) o son rentistas, pero que no resulta desdeñable entre quienes, aun recibiendo un salario, disponen de unos niveles de renta suficientes para vivir holgadamente.
Pero el debate en torno a los impuestos tiene aspectos que resultan engañosos. Primero, porque quienes defienden su bajada lo hacen refiriéndose sólo a los impuestos directos. Por ser más o menos progresivos, eso implica que deben pagar más quienes más tienen. Y hacerlo en todos sus variantes: sobre las rentas, sobre las sociedades, en las sucesiones... Omiten referirse casi siempre a los impuestos indirectos, que son los que se aplican sobre el consumo y que, como consecuencia, afectan a todo el mundo por igual.
Entramos así en el segundo de los aspectos: la necesidad de que haya impuestos. ¿Cómo, si no, acometer determinadas tareas públicas, que son muchas? Algunas son propiamente las de seguridad (policía), defensa (ejército...) y administración de justicia; está también la administración en general; no puede faltar la construcción de infraestructuras (transporte, comunicaciones...); a veces, aunque cada vez menos, existen empresas públicas; y, claro está, no podemos olvidarnos de los servicios sociales (educación, salud, pensiones...).
Sobre los primeros aspectos no hay discusión desde la derecha. Tampoco la hay sobre las infraestructuras que, además, cobran un importante relieve, porque su ejecución corre a cargo de empresas, en su mayoría privadas. De esta manera se produce una simbiosis entre lo público, con origen en los impuestos, y lo privado, donde actúa sobre todo el capital privado, pues en la actualidad las empresas públicas han tenido a ser privatizadas. Una simbiosis que explica, sin irnos muy lejos en el tiempo, las tramas de corrupción que se han tejido entre quienes administran las instituciones políticas en todos sus niveles y quienes reciben las concesiones en condiciones más que ventajosas, sin olvidarnos de los desvíos de fondos para la financiación de partidos, particulares y hasta quienes son algo más que pillos.
¿Y qué pasa con los servicios públicos? Estamos ante otro de los principales caballos de batalla. En nuestros días resultaría inconcebible para la mayor parte de la gente que no existieran. Han sido algunas de las conquistas de lo que se conoce como estado de bienestar. El mismo que desde los años ochenta del siglo pasado empezó a desmantelarse, si no en su totalidad, sí en bastantes de sus aspectos. Por eso, desde la óptica neoliberal, se defiende esas cosas de aumentar los años de cotización o de retrasar el año de jubilación. Por eso se hacen concesiones a empresas privadas de la gestión de hospitales o de determinados servicios sanitarios. Por eso se sufraga con fondos públicos a centros educativos privados. Por eso se hace lo propio con las residencias de personas mayores. Por eso se recortan los fondos públicos para la sanidad o la educación. Por eso se desatiende en gran medida a las personas socialmente más vulnerables...
Todo ese dinero destinado a los servicios públicos es el que ayuda a redistribuir la riqueza. Conlleva recaudar impuestos progresivamente para mantener un sistema solidario que sirva a todo el mundo. Nadie deja de contribuir, aunque lo hagan más quienes más tienen, y nadie se queda sin nada o con muy poco. Es perfeccionable, claro está, pero resulta necesario.
Todas estas cosas explican la fobia que se tiene a los impuestos desde la derecha política y desde quienes la sostienen económica y electoralmente. Su modelo social, insolidario por naturaleza, sólo sirve a quienes tienen más, a quienes sólo miran por sus intereses particulares e incluso a gente incauta que se cree que los beneficios sociales que tienen, sean los que sean, han surgido de la nada.