Los resultados de las elecciones catalanas han hecho saltar las alarmas en muchos sectores de la derecha española. A la debacle de Ciudadanos, que ha perdido 3 de 4 votos con respecto a 2017, y el fracaso del PP, que no ha quedado muy lejos de perder la representación parlamentaria, se ha unido el sorpasso de Vox.
El PP está en horas muy bajas. Acorralado por la corrupción, no se le ha ocurrido otra cosa a Pablo Casado que anunciar la venta la sede central del partido, una maniobra que no es otra cosa echar una cortina de humo para tapar las negras evidencias. La dirigencia ha evitado profundizar en la causas de los sucesivos fracasos electorales sufridos desde 2019 en las municipales, autonómicas, europeas y dos generales, salvo en Madrid -capital y comunidad- y Andalucía, y sus feudos tradicionales de Castilla y León, Murcia y Galicia. Es cierto que en esta última ha revalidado el triunfo en las autonómicas de 2020, pero lo ha hecho gracias a un Alberto Núñez Feijóo que durante la campaña evitó en lo posible que no se vieran las siglas del partido. Y también es cierto que en el País Vasco (6'8% y en coalición con Cs) y en Cataluña (3'9%) el fracaso ha sido estrepitoso.
A Cs se le siguen soltando las costuras internas, con un Albert Rivera lanzado a la yugular de Inés Arrimadas y urdiendo maniobras para acercar lo que va quedando del partido al PP. Por ahora, Arrimadas ha optado por la resistencia, pero eso me huele algo a la actitud que mantuvo en su día Rosa Díez con UPyD, cuando en 2015 rechazó la propuesta de unidad con Cs que le habían ofrecido.
No cabe la menor duda que la herencia de corrupción que le han dejado a la actual dirigencia del PP es muy dura. Algo de lo que sus componentes se beneficiaron políticamente mientras ascendían en su jerarquía y que, encima, han estado negando. Pero su estrategia de confrontación durísima contra el gobierno del PSOE y Unidas Podemos tampoco le ha ayudado. Una actitud que no es nueva, y ni siquiera puntual, en el PP. Basta recordar lo que dijeron José María Aznar y Mariano Rajoy frente a Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero, independientemente de los motivos y los detalles. Pero hay una diferencia: por entonces el PP acaparaba todo el espectro político de la derecha, desde la más moderada hasta la más extrema, mientras que ahora ha visto cómo ese espacio se ha ido dividiendo en tres partes.
Que en estos momentos su flanco más extremo sea el que esté sufriendo más, ha puesto de relieve tres cosas: una, que la vía que abrió en su día sobre Cataluña, oponiéndose al actual Estatut, ha acabado dando rienda suelta al nacionalismo español más delirante; otra, que la condescendencia que está empleando con Vox para poder mantenerse al frente de los gobiernos autonómicos de Madrid y Andalucía, lo que está es alimentando a ese partido; y la última, que la radicalidad con la que está haciendo oposición al actual gobierno, lejos de aportarle algo, también está favoreciendo a Vox.
Desde una buena parte de la derecha mediática se están redoblando los esfuerzos para que PP y CS acaben coaligándose, fundiéndose o absorbiendo el primero al segundo. El objetivo no es otro que aunar votos, optimizar la obtención de escaños y evitar que el avance de Vox acabe por devorarlos o, cuando menos, dejarlos en un papel secundario.
Y es que el avance de Vox, no siendo todavía decisivo, resulta altamente preocupante. Representa el fascismo de nuevo tipo, que es heterogéneo por países, pero coincidente ante todo en su carácter antidemocrático. Junto a los tics autoritarios, en estos momentos están haciendo gala de aspectos como un nacionalismo español exacerbado y excluyente; una pretensión por restringir o abolir derechos políticos y civiles, lo que se traduce en racismo, xenofobia, homofobia o misoginia; continuas apelaciones nostálgicas a la dictadura franquista...
¡Cuántas sorpresas nos quedan por ir viendo!