La salida a la luz de escándalos sexuales por parte del clero católico está adquiriendo niveles cada vez más elevados. Los abusos y violaciones a menores de edad (especialmente varones, pero también mujeres) ponen de relieve una realidad que viene de lejos, está extendida por todos los países, ha sido ocultada por la jerarquía y ha despreciado a las víctimas, cuando no las ha culpabilizado.
No vale que los castigos recibidos por los infractores, cuando han tenido lugar, se hayan hecho dentro de las reglas eclesiásticas. En éstas sólo priman penitencias de índole moral, algún que otro internamiento en centros religiosos o traslados de unos lugares a otros. Se sabe que en muchos casos esto último no ha servido de nada, pues allí donde eran enviados volvían a dar rienda suelta a sus depravaciones. Estamos ante graves delitos penales y sólo desde la justicia civil es donde debe contemplarse la imposición de condenas. Delitos que atañen a los violadores, pero también a sus cómplices. Esto es, quienes lo consintieron, ocultaron y hasta hicieron desaparecer pruebas. No es ante Dios ante quien tienen que responder, sino ante la sociedad.
Hoy ha comenzado en el Vaticano un sínodo de presidentes de conferencias episcopales para tratar el tema. Muy lejos de lo hecho por sus antecesores en el cargo, hasta ahora los pasos que ha dado el papa Francisco han sido insuficientes. Debe ser más atrevido en sus decisiones, si no quiere que la Iglesia se vea engullida por sus propios pecados. Pecados que en el lenguaje civil no son otra cosa que delitos.