He leído un artículo en Público que tiene a dos israelíes como protagonistas: Sahar Vardi, insumisa del servicio militar, y Micha Kurz, que fue soldado del ejército. Han venido a España denunciando que en su país se fomenta desde edades muy tempranas el miedo entre la población dentro del mensaje de "lucha por la supervivencia". Son valientes. La primera empezó a serlo cuando se negó a servir al ejército, consciente de que iba a sufrir como consecuencia un doloroso calvario y con ello ser considerada una traidora. El segundo, cuando, después de haber prestado su servicio militar, tomó la decisión de denunciar lo que había visto, que no era otra cosa que el sufrimiento de un pueblo del que le habían inculcado que era el mal.
Israel es un estado fuertemente militarizado. Tiene sus razones: de ello depende su seguridad interior y exterior. Eso no presupone que disponga de argumentos legítimos para su comportamiento contra la población palestina y como potencia regional intervencionista. Conforma una sociedad variopinta y contradictoria, formada por una amalgama de gentes procedentes de diversos puntos del mundo a lo largo de distintas épocas, en su mayoría durante el siglo XX. La argamasa que las une es su conciencia de identidad judía, formada por unos ingredientes tradicionales, en cierta medida de naturaleza religiosa, que se derivan de una cultura ancestral que se mantiene en distintos grados entre la población. Pero, por otro lado, han creado también una estructura social y política de tintes occidentales, que le hace ser una excepción en una región de mayoría musulmana, sociedades menos occidentalizadas y a veces ancladas en siglos pretéritos, y sistemas políticos autoritarios en distinto grado. Este hecho es muy destacado por quienes defienden a Israel, que le confieren la virtud de ser una isla civilizada en medio de la barbarie.
A ello hay que unir la legitimidad histórica proveniente de la sinrazón nazi, cuando una gran parte de la población judía europea fue diezmada hasta el paroxismo. Esa fue la razón principal que se esgrimió en su momento para justificar la partición de Palestina en dos estados. No fue el origen del desencuentro entre las comunidades que vivían en ese territorio, toda vez que el sionismo y el consiguiente asentamiento de población judía desde finales del siglo XIX fue la primera causa de los enfrentamientos. Ilan Pappé lo explica muy bien en su obra La limpieza étnica de Palestina. No obstante, la creación del estado de Israel fue en 1948 el inicio de las hostilidades abiertas que llegan hasta nuestros días, con una sucesión de guerras, por un lado, y de deportaciones y represión contra la población palestina, de otro.
Desde 1948 el estado de Israel lo ha tenido fácil, pues, para encontrar su legitimidad frente a la comunidad occidental. Con la ayuda de EEUU, sobre todo, y las potencias europeas occidentales ha sido armado hasta los dientes para evitar cualquier peligro de derrota militar, a la vez que se ha fomentado la idea de que es un país democrático, donde se garantizan los derechos de las personas y se elige libremente a sus representantes.
Se olvida, sin embargo, que esa cara tiene una cruz: la que sufre el pueblo palestino. Despojado en el primer momento de todas sus posesiones en los territorios que pasaron a depender del estado israelí, a lo que se añadió una diáspora hacia la otra parte de Palestina o países vecinos como Líbano, Jordania o Egipto, vio después cómo lo que le correspondió territorialmente para formar su propio estado le fue progresivamente arrancado en las guerras de 1948, 1967 y 1973. Actualmente la mayor parte de esta población está relegada a dos pequeños territorios, Gaza y Cisjordania, separados entre sí y en relación a Israel, que ha trazado unas fronteras fuertemente militarizadas y amuralladas. A ello hay que añadir el permanente crecimiento de asentamientos judíos, que van mermando poco a poco sus territorios. Y además tienen que sufrir una durísima represión, especialmente en Gaza, cuando se llevan a cabo las letales operaciones de castigo.
En este cuaderno ya me he referido en varias ocasiones a Israel y Palestina (entre otros, "El drama del pueblo palestino", "La operación 'lluvia de verano' de 2006", "De errantes a errados" o "La sal imposible de un mar cercano"). Sigue siendo uno de los problemas más candentes y de los más difíciles de resolver. El atrevimiento de Vardi y Kurz, sin embargo, es de los gestos que ayudan a que se pueda seguir manteniendo la esperanza de que las cosas puedan cambiar a mejor.