Visitar Moscú y acercarse a su metro es
algo que resulta imprescindible. Estamos ante una obra colosal -en el buen
sentido- y deslumbrante. Y muy diferente a los metropolitanos de otras grandes ciudades, de los cuales conozco los de Madrid, Barcelona, Londres, París o Roma. Siendo eminentemente funcional, como lugar de
tránsito diario para la gente corriente, que es la mayoría de una sociedad, fue concebida
también como un espacio de contemplación y disfrute. En cierta ocasión escuché
a Enrique Líster decir en una emisora de radio, entre finales de los años 70 y
principios de los 80, que el socialismo en la URSS lo vivió personalmente en la
construcción del metro moscovita, donde trabajó durante un tiempo haciendo uso
de su experiencia previa en España como cantero.
Para conocer mejor las entrañas del
proyecto y su realización recomiendo un artículo de Marcel Panchard, "El
metro de Moscú", en el que se adentra en algunos pormenores de su cronología, los objetivos urbanísticos y los rasgos estéticos. Por mi
parte, lo que pretendo ahora es reflejar las sensaciones que tuve durante mi visita el pasado
el mes de junio, haciendo un esfuerzo por contextualizarlas. Fue al día siguiente de haber llegado a Moscú y después de haber
visitado durante la mañana el monasterio de Sergei Posad, y en cuyo interin
tuve la suerte de aprovechar la breve parada en el Centro Panruso de
Exposiciones para fotografiar la majestuosa escultura "El obrero y la
koljosiana" de Vera Mújina. Un aperitivo apropiado para lo que iba a venir
de inmediato.
Entramos en el metro por la estación
Prospekt Mira (Avenida del Mundo), de la que ya me llamó la atención que estuviese situada en la
planta baja de un edificio. Fue el primer contacto con la apoteosis de
mármoles, escayolas, teselas y metales en el que nos fuimos sumergiendo a lo
largo de las aproximadamente dos horas que duró la visita. Fue el momento
de irnos sorprendiendo de los relieves alusivos a la vida de la antigua URSS y
de la simbología característica, en la que la hoz y el
martillo o la estrella de cinco puntas cobraban la primacía, sin olvidarnos de la omnipresencia de la figura de Lenin. El objetivo, tal como nos indicó nuestra
guía Katia, estaba en visitar algunas de las más bellas estaciones del metro moscovita.
La bajada por las escaleras mecánicas
nos llevó al interior de los túneles por los que transitamos en busca de la
línea circular, conocida como Koltsevaya, y del andén correspondiente. En Prospekt
Mira, dentro de una estética clasicista con esculturas exentas, medallones y
casetones en sus bóvedas, contemplamos la abundancia de motivos florales y
agrícolas que son propios de la vida campestre.
El siguiente destino fue la estación de Komsomolskaya, a la que llegamos pronto
por situarse en la siguiente parada de la línea. Su nombre alude a la organización juvenil del Partido comunista de la URSS y no por un motivo gratuito. Y es que en el proceso de construcción del metro la gente joven jugó un papel importante a la hora de aportar con su trabajo el esfuerzo necesario para que acelerar la finalización de las obras.
En el espacio de esta estación se despliega una estética que nos recuerda la de un palacio barroco, quizás rememorando los lujosos palacios construidos durante el siglo XVIII en San Petersburgo. La diferencia estriba, sin embargo, en que se trata de un palacio del pueblo, la antítesis de los palacios imperiales y aristocráticos de la era zarista. Y es que, en palabras del que fuera primer comisario del pueblo para la Cultura tras la revolución de octubre de 1917, Anatoli Lunacharski, "el pueblo también tiene derecho a columnatas". Todo ello lo delatan las columnas octogonales con capiteles jónicos, las formas vegetales de las molduras o las lámparas de araña, donde el lujo antaño elitista se ha puesto al servicio de la gente corriente.
En el espacio de esta estación se despliega una estética que nos recuerda la de un palacio barroco, quizás rememorando los lujosos palacios construidos durante el siglo XVIII en San Petersburgo. La diferencia estriba, sin embargo, en que se trata de un palacio del pueblo, la antítesis de los palacios imperiales y aristocráticos de la era zarista. Y es que, en palabras del que fuera primer comisario del pueblo para la Cultura tras la revolución de octubre de 1917, Anatoli Lunacharski, "el pueblo también tiene derecho a columnatas". Todo ello lo delatan las columnas octogonales con capiteles jónicos, las formas vegetales de las molduras o las lámparas de araña, donde el lujo antaño elitista se ha puesto al servicio de la gente corriente.
Los mármoles y la pintura de tonalidad
amarillenta del techo recubren buena parte de la estructura, y cuando no es
así, aparecen los mosaicos para recordarnos escenas de algo muy presente en
esta sociedad, como es la lucha del pueblo ruso y sus hermanos para hacer
frente a las sucesivas agresiones, desde los siglos medievales, de los imperios
mongol, sueco, polaco, turco, francés o alemán. Y de este último, por coincidir
con el esplendor de la construcción del socialismo y de la URSS, cobra una
importancia especial la lucha contra el fascismo entre 1941 y 1945, en
lo que gustan denominar como Gran Guerra Patria.
Desde Komsomolskaya nos dirigimos a
Novoslobodskaya. A través de sus abundantes vidrieras, obra de los
artistas letones E. Veylandan, E. Krests, y M. Ryskin, se tiene la
sensación de encontrarse en una catedral medieval. Una de las diferencias
formales, eso sí, es que están iluminadas artificialmente con luz eléctrica.
En esta estación también se encuentra
uno de los mosaicos más conocidos: el de la "Paz para todo el mundo",
cuyo autor, Pável Korin, es uno de los pintores más reconocidos de la URSS. La
alegoría de la paz está representada en la figura de una mujer que sostiene un
niño sobre sus brazos un niño. Remodelado parcialmente tras la muerte de
Stalin, su figura acabó siendo sustituida por las tres palomas que vuelan
sobre las cabezas de la mujer y el niño.
La última estación fue la de Kievskaya.
Alusiva a la capital ucraniana, está dedicada la antigua república soviética de
Ucrania y los lazos de amistad que mantuvo con Rusia, algo que nos puede resultar
sorprendente en nuestros días, tal como subrayó nuestra guía. Por lo demás, en
los numerosos mosaicos diseñados por A. V. Myzin se reiteran escenas alusivas a
la lucha revolucionaria anterior a 1917, los logros económicos de los planes
quinquenales, la vida cotidiana o la resistencia contra el fascismo entre
1941 y 1945, en lo que gustan denominar como Gran Guerra Patria. Fuertemente
idealizadas, son una fiel muestra del estilo del realismo socialista.
La salida la hicimos por la
plaza Karmanitskiy, próxima a la famosa calle Arbat y a la que espero poder dedicar una entrada en otra ocasión. La anécdota derivada del
despiste de dos compañeras me permitió, entre otras cosas, fijarme en la fachada exterior del acceso de la estación, donde se sigue manteniendo el
recuerdo de la época pasada, como se refleja, por ejemplo, en el medallón que rememora la revolución de
1917.
Claro que me hubiera gustado haber
visitado otras estaciones. Las imágenes que pueden verse a través de la red
invitan a que, si se tiene la ocasión de volver a Moscú, se satisfaga el deseo.
Y ojalá que pueda hacerlo, cosa que no descarto.