He visto en varias ocasiones la película y esta mañana me he reencontrado con la historia a través de un texto breve que su hermano Jorge leyó durante la presentación de un libro dedicado a su figura. Un relato de lo ocurrido, pero también un canto de amor. Y he decidido reproducirlo, como homenaje a María Claudia; a quienes sufrieron el mismo destino a partir de esa fatídica noche: María Clara Ciocchini, Horacio Úngaro, Daniel Racero, Francisco López Muntaner y Claudio de Acha; y, en fin, a quienes sufrieron los rigores de la dictadura, se hubieran mantenido o no con vida, o cuyo paradero siga sin conocerse.
Picoque
(Canto
Coral Mariano)
Qué
pena tiene la muerte
cuando
de su calavera
siente
crecer en silencio
la
flor de la primavera.
(Manuel
J. Castilla, Gustavo Leguizamón)
A
menudo necesito recordarme que, entre los abortos y los falsos embarazos de mi
madre, cabe computar uno que no fue precisamente el mío y que llegó a buen
término el 16 de agosto de 1960. Desde la primavera de 1976 no hago otra cosa
que resistirme a la odiosa condición de “hijo único”.
Caminaba
con María Claudia por la Avenida 7, charlando sobre la necesidad de prever el
contragolpe enemigo a la hora de planificar campañas de sabotaje en su contra.
Tuve la impresión de advertir a la representante del bachillerato de Bellas
Artes que además era mi hermana muy confiada en la capacidad de acción
miliciana de la UES. Pero lo cierto es que ya nos íbamos quedando sin viviendas
operativas. En una ciudad universitaria superpoblada de jóvenes, hacia fines
del primer año de la dictadura, abundaban las casas con una docena de
refugiados en su interior. No había retaguardia que resistiera una ofensiva
eficaz del enemigo.
Tras
albergar a Claudia, el departamento de nuestra anciana tía Rosa Matera última
sobreviviente de seis hermanos había pasado a constituirse en bastión
operativo de su agrupación, obviamente clandestina. María Clara Ciochini,
dirigente perseguida de la UES de Bahía Blanca, también se refugiaba en aquel
sitio que poco antes había sido “la apacible morada de la abuela de
Caperucita”. La rutina de un consorcio de medio pelo se veía alterada de
repente por la irrupción de grupos de adolescentes ruidosos. Nadie notaba, sin
embargo, que, en su mayoría, los chicos llegaban tabicados, es decir, guiados
por alguien que tomaba la precaución de hacerles dirigir la vista hacia el piso
para no reconocer el sitio de reunión y, por ende, no exponerse a denunciarlo
ante eventuales apremios. El lema en boga era el que no sabe, no confiesa. Pero
no tardó en ser capturado un militante que pese a no conocer el paradero de
aquel sitio, se contactaba telefónicamente con sus habitantes. Eso precipitó la
decisión de evacuarlo.
En
la tarde del 16 de septiembre de 1976, María Claudia y María Clara, ya alzadas*
de su riesgoso refugio, se encontraron con mi padre y, confiándole que
procuraban nuevo destino, le solicitaron algún dinero para moverse.
Al
caer la noche, mi compañera y yo nos reunimos con mis padres y mi primo Jaime,
huésped nicaragüense que estudiaba aquella misma carrera que me estaba
decepcionando. Cenamos en el restaurante “Le tre palle”, cerca de mi hogar
natal, más precisamente, frente al edificio de Obras Públicas (en cuya
explanada un año antes se había producido la concentración que conquistó el
Boleto Estudiantil Secundario y en la que mi hermana había tenido pleno
protagonismo). La comida transcurrió en un clima distendido y sin sobresaltos.
Nos despedimos temprano porque no eran épocas para circular a horas avanzadas.
Pasó un tiempo considerable hasta que nos enteramos de que, mientras se
desarrollaba nuestra velada familiar, María Claudia y María Clara retornaban
abatidas al peligroso 586 de la calle 56, con la frustración de no haber
encontrado otro albergue.
El
portero contó que fueron intimadas a rendición por parte de un grupo de civiles
armados que irrumpió violentamente en el hall. Las chicas corrieron escaleras
arriba amenazando a los intrusos con abrir fuego, pero la conciencia fatal de
que se hallaban en el estrecho pasillo de un edificio de departamentos lleno de
familias las hizo desistir de armar un tiroteo. Y buscaron refugio en casa de
la tía “Tata”, que a esas horas descansaba ignorándolo todo. Una vez que
llegaron allí, trabaron la puerta como pudieron y pensaron en arrojarse hacia
alguna terraza lindera, pero estaban en un octavo piso y toda opción era muy
arriesgada. Durante esas cavilaciones, los matones tumbaron la puerta,
encerraron a la sobresaltada dueña de casa en su habitación y redujeron a ambas
dirigentes de la UES para encaminarse, acto seguido, al baño del departamento.
Retirando la tapa plástica del botón del inodoro, recogieron un gancho del que
pendía una bolsa de polietileno que protegía varias armas cortas y algunas
pepas pertenecientes a la agrupación. La tía, que logró espiar sin ser
advertida, pudo apreciar que se movieron con datos precisos. Por último, las
sacaron a empujones conduciéndolas a un camión del Ejército apostado frente al
edificio, en el que según testimonio de la peluquera del barrio aguardaba
personal militar en uniforme de fajina.
El
odio gorila volvía a conmemorar su Revolución Libertadora y se ensañaba con
aquello que le resultó inaceptable: un puñado de adolescentes con un Proyecto
de Nación. Esto último movería al Presidente Videla a delegar en el General
Camps por entonces a cargo de la Policía Bonaerense ese operativo de
escarmiento contra la osadía del movimiento estudiantil secundario al que los
mismos represores bautizarían como “La noche de los lápices”. El Comisario
General Miguel Etchecolatz tuvo a su cargo el procedimiento llevado a cabo con
personal de la comisaría 9a de La Plata. Y el Comisario Luis Héctor “Lobo”
Vides se encargó del interrogatorio durante las sesiones de tortura en el campo
de concentración de Arana, antes del traslado hacia un destino final en el
llamado “Pozo de Banfield”.
En
el caso particular de los militantes del bachillerato de Bellas Artes, ya
habían sido oportunamente vigilanteados por el celador Emilio Capalbo y
prolijamente denunciados a las fuerzas de seguridad por la Decana María Elena
Macaruk. Luego de alrededor de cinco meses de cautiverio, en que testigos
presenciales dicen haberlos visto cantar la Canción con todos, de Armando
Tejada Gómez, tomados de las manos en el patio de la prisión, todo indica que
esos chicos habrían sido fusilados sumariamente a principios de 1977, en los
subsuelos de la Jefatura de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, en el
Paseo del Bosque de la ciudad de La Plata.
Pero
en aquella infausta madrugada de 1976 ignorábamos todo esto. Nos despertaron
los golpes de mi madre contra el postigo de la ventana.
-Se
llevaron a María Claudia… -susurró.
Y
fue suficiente para entrar en pánico. Cuando nos reunimos con mis padres, no
podía dejar de temblar. Intentaba serenarme a toda costa, procurando meditar
los próximos pasos. Mi compañera tomó la iniciativa de organizar la retirada.
Nos cambiamos y afrontamos la madrugada impiadosa. La represalia más común para
un opositor era, hasta entonces, la cárcel. Desde esa perspectiva recomendamos
a mis padres que se movieran con criterios legalistas: ir a la curia, al
regimiento de la zona y recurrir a las viejas amistades influyentes. Urgía
hacer un hábeas corpus. Nos dejaron en Plaza Rocha y, aceptando nuestra recomendación,
siguieron viaje hacia el domicilio de unos parientes. Esa noche, su casa
volvería a ser allanada, ahora violentamente: un jeep derribó la histórica
puerta metálica de cuatro hojas y la arrastró a lo largo del zaguán hasta el
hall. Nosotros optamos por pernoctar en un hotel alojamiento. Era
imprescindible guarecerse para, más serenos, ordenar la rutina de la jornada
siguiente, que prometía ser abrumadora.
Ese
sitio al que, juntos o cada uno con otro partenaire, habíamos convertido en
templo del placer, ahora nos devolvía quejidos que nuestra duermevela atribuyó
a los compañeros detenidos.
Ante
un destino incierto, y procurando descansar, busqué refugio en la palabra
mágica que con María Claudia imaginamos de pequeños para conjurar la
adversidad.
Picoque
-repetí-. Picoque, hermana.
Y
me dormí.
(Texto leído en la presentación de su libro
MEMORIAL DE GUERRALARGA, un pibe entre cientos de miles, en la Feria del Libro,
el jueves 25 de abril, con la presencia de Estela Carlotto, Nelva Falcone,
Roberto Baschetti, Felix Pigna, Gabriel Fernandez, Bernardo Alberte, Gonzalo
Chavez, Jorge Lewinger, Eduardo Gurrucharri, Juan Carlos COCO Manoukian, Lissy
Lettner, Martin García y otros compañeros).