lunes, 9 de septiembre de 2019

"Picoque", un acto de amor de Jorge Falcone a su hermana María Claudia






















Supe de la poesía de Jorge Falcone mientras, echando un vistazo a la prensa, hurgaba por el portal Resumen latinoamericano. Y b
uscando más poemas suyos, me topé con que era hermano de María Claudia Falcone, una de las víctimas de lo que se conoció como La noche de los lápices, acaecida en septiembre de 1976, a los pocos meses de la dictadura militar argentina, que acabó con la detención y posterior desaparición de un grupo de estudiantes de secundaria, entre adolescentes y jóvenes, de La PlataUna historia dramática, llevada al cine en 1986 con el título homónimo y dirigida por Héctor Oliveira, con María Claudia entre sus protagonistas. Miembro de las Unión de Estudiantes Secundarios, muy activa en la lucha reivindicativa por hacer efectivo que el boleto estudiantil (matrícula) fuera accesible para todo el mundo, había iniciado la militancia en el grupo Montoneros. Eso supuso que el riesgo de ser detenida, torturada y desaparecida fuera muy elevado, algo que tristemente acabó ocurriendo cuando apenas tenía 16 años.

He visto en varias ocasiones la película y esta mañana me he reencontrado con la historia a través de un texto breve que su hermano Jorge leyó durante la presentación de un libro dedicado a su figura. Un relato de lo ocurrido, pero también un canto de amor. Y he decidido reproducirlo, como homenaje a María Claudia; a quienes sufrieron el mismo destino a partir de esa fatídica noche: María Clara Ciocchini, Horacio Úngaro, Daniel Racero, Francisco López Muntaner y Claudio de Acha; y, en fin, a quienes sufrieron los rigores de la dictadura, se hubieran mantenido o no con vida, o cuyo paradero siga sin conocerse.


Picoque

(Canto Coral Mariano)
Qué pena tiene la muerte
cuando de su calavera
siente crecer en silencio
la flor de la primavera.
(Manuel J. Castilla, Gustavo Leguizamón)


A menudo necesito recordarme que, entre los abortos y los falsos embarazos de mi madre, cabe computar uno ­que no fue precisamente el mío­ y que llegó a buen término el 16 de agosto de 1960. Desde la primavera de 1976 no hago otra cosa que resistirme a la odiosa condición de “hijo único”.

Caminaba con María Claudia por la Avenida 7, charlando sobre la necesidad de prever el contragolpe enemigo a la hora de planificar campañas de sabotaje en su contra. Tuve la impresión de advertir a la representante del bachillerato de Bellas Artes ­que además era mi hermana­ muy confiada en la capacidad de acción miliciana de la UES. Pero lo cierto es que ya nos íbamos quedando sin viviendas operativas. En una ciudad universitaria superpoblada de jóvenes, hacia fines del primer año de la dictadura, abundaban las casas con una docena de refugiados en su interior. No había retaguardia que resistiera una ofensiva eficaz del enemigo.

Tras albergar a Claudia, el departamento de nuestra anciana tía Rosa Matera ­última sobreviviente de seis hermanos­ había pasado a constituirse en bastión operativo de su agrupación, obviamente clandestina. María Clara Ciochini, dirigente perseguida de la UES de Bahía Blanca, también se refugiaba en aquel sitio que poco antes había sido “la apacible morada de la abuela de Caperucita”. La rutina de un consorcio de medio pelo se veía alterada de repente por la irrupción de grupos de adolescentes ruidosos. Nadie notaba, sin embargo, que, en su mayoría, los chicos llegaban tabicados, es decir, guiados por alguien que tomaba la precaución de hacerles dirigir la vista hacia el piso para no reconocer el sitio de reunión y, por ende, no exponerse a denunciarlo ante eventuales apremios. El lema en boga era el que no sabe, no confiesa. Pero no tardó en ser capturado un militante que pese a no conocer el paradero de aquel sitio, se contactaba telefónicamente con sus habitantes. Eso precipitó la decisión de evacuarlo.

En la tarde del 16 de septiembre de 1976, María Claudia y María Clara, ya alzadas* de su riesgoso refugio, se encontraron con mi padre y, confiándole que procuraban nuevo destino, le solicitaron algún dinero para moverse.

Al caer la noche, mi compañera y yo nos reunimos con mis padres y mi primo Jaime, huésped nicaragüense que estudiaba aquella misma carrera que me estaba decepcionando. Cenamos en el restaurante “Le tre palle”, cerca de mi hogar natal, más precisamente, frente al edificio de Obras Públicas (en cuya explanada un año antes se había producido la concentración que conquistó el Boleto Estudiantil Secundario y en la que mi hermana había tenido pleno protagonismo). La comida transcurrió en un clima distendido y sin sobresaltos. Nos despedimos temprano porque no eran épocas para circular a horas avanzadas. Pasó un tiempo considerable hasta que nos enteramos de que, mientras se desarrollaba nuestra velada familiar, María Claudia y María Clara retornaban abatidas al peligroso 586 de la calle 56, con la frustración de no haber encontrado otro albergue.

El portero contó que fueron intimadas a rendición por parte de un grupo de civiles armados que irrumpió violentamente en el hall. Las chicas corrieron escaleras arriba amenazando a los intrusos con abrir fuego, pero la conciencia fatal de que se hallaban en el estrecho pasillo de un edificio de departamentos lleno de familias las hizo desistir de armar un tiroteo. Y buscaron refugio en casa de la tía “Tata”, que a esas horas descansaba ignorándolo todo. Una vez que llegaron allí, trabaron la puerta como pudieron y pensaron en arrojarse hacia alguna terraza lindera, pero estaban en un octavo piso y toda opción era muy arriesgada. Durante esas cavilaciones, los matones tumbaron la puerta, encerraron a la sobresaltada dueña de casa en su habitación y redujeron a ambas dirigentes de la UES para encaminarse, acto seguido, al baño del departamento. Retirando la tapa plástica del botón del inodoro, recogieron un gancho del que pendía una bolsa de polietileno que protegía varias armas cortas y algunas pepas pertenecientes a la agrupación. La tía, que logró espiar sin ser advertida, pudo apreciar que se movieron con datos precisos. Por último, las sacaron a empujones conduciéndolas a un camión del Ejército apostado frente al edificio, en el que ­según testimonio de la peluquera del barrio­ aguardaba personal militar en uniforme de fajina.

El odio gorila volvía a conmemorar su Revolución Libertadora y se ensañaba con aquello que le resultó inaceptable: un puñado de adolescentes con un Proyecto de Nación. Esto último movería al Presidente Videla a delegar en el General Camps ­por entonces a cargo de la Policía Bonaerense­ ese operativo de escarmiento contra la osadía del movimiento estudiantil secundario al que los mismos represores bautizarían como “La noche de los lápices”. El Comisario General Miguel Etchecolatz tuvo a su cargo el procedimiento llevado a cabo con personal de la comisaría 9a de La Plata. Y el Comisario Luis Héctor “Lobo” Vides se encargó del interrogatorio durante las sesiones de tortura en el campo de concentración de Arana, antes del traslado hacia un destino final en el llamado “Pozo de Banfield”.

En el caso particular de los militantes del bachillerato de Bellas Artes, ya habían sido oportunamente vigilanteados por el celador Emilio Capalbo y prolijamente denunciados a las fuerzas de seguridad por la Decana María Elena Macaruk. Luego de alrededor de cinco meses de cautiverio, en que testigos presenciales dicen haberlos visto cantar la Canción con todos, de Armando Tejada Gómez, tomados de las manos en el patio de la prisión, todo indica que esos chicos habrían sido fusilados sumariamente a principios de 1977, en los subsuelos de la Jefatura de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, en el Paseo del Bosque de la ciudad de La Plata.

Pero en aquella infausta madrugada de 1976 ignorábamos todo esto. Nos despertaron los golpes de mi madre contra el postigo de la ventana.

-Se llevaron a María Claudia… -susurró.

Y fue suficiente para entrar en pánico. Cuando nos reunimos con mis padres, no podía dejar de temblar. Intentaba serenarme a toda costa, procurando meditar los próximos pasos. Mi compañera tomó la iniciativa de organizar la retirada. Nos cambiamos y afrontamos la madrugada impiadosa. La represalia más común para un opositor era, hasta entonces, la cárcel. Desde esa perspectiva recomendamos a mis padres que se movieran con criterios legalistas: ir a la curia, al regimiento de la zona y recurrir a las viejas amistades influyentes. Urgía hacer un hábeas corpus. Nos dejaron en Plaza Rocha y, aceptando nuestra recomendación, siguieron viaje hacia el domicilio de unos parientes. Esa noche, su casa volvería a ser allanada, ahora violentamente: un jeep derribó la histórica puerta metálica de cuatro hojas y la arrastró a lo largo del zaguán hasta el hall. Nosotros optamos por pernoctar en un hotel alojamiento. Era imprescindible guarecerse para, más serenos, ordenar la rutina de la jornada siguiente, que prometía ser abrumadora.

Ese sitio al que, juntos o cada uno con otro partenaire, habíamos convertido en templo del placer, ahora nos devolvía quejidos que nuestra duermevela atribuyó a los compañeros detenidos.

Ante un destino incierto, y procurando descansar, busqué refugio en la palabra mágica que con María Claudia imaginamos de pequeños para conjurar la adversidad.

Picoque -repetí-. Picoque, hermana.

Y me dormí.


(Texto leído en la presentación de su libro MEMORIAL DE GUERRALARGA, un pibe entre cientos de miles, en la Feria del Libro, el jueves 25 de abril, con la presencia de Estela Carlotto, Nelva Falcone, Roberto Baschetti, Felix Pigna, Gabriel Fernandez, Bernardo Alberte, Gonzalo Chavez, Jorge Lewinger, Eduardo Gurrucharri, Juan Carlos COCO Manoukian, Lissy Lettner, Martin García y otros compañeros).