Con Harneker se nos ha ido una figura intelectual importante en el campo de la transformación social. Una chilena universal, pues, no en vano, su vida ha sido un ir y venir continuo por distintos países, unas veces voluntariamente y en alguna ocasión forzada a su pesar. Formada inicialmente en sus experiencias propias como católica progresista, fue en París donde su contacto directo con Althusser la orientó al campo del marxismo. Fue una testigo activa, como militante del Partido Socialista de Chile, de los momentos previos y del gobierno de la Unidad Popular. Como tanta otra gente fue víctima de la dictadura militar instalada en su país en 1973, lo que la llevó al exilio. Recaló finalmente en Cuba, que la acogió con cariño y donde echó algunas de sus raíces. Finalmente, tras el fallecimiento de su primer esposo, el cubano Manuel Piñeiro, vivió a caballo entre la Venezuela del proceso bolivariano, al que tanto interés prestó, y Canadá, de donde era su segundo esposo.
Siempre estuvo viajando, interesada por los procesos políticos y sociales que fueron surgiendo en su continente. Estuvo muy atenta a lo ocurrido en Brasil, Uruguay, Bolivia, Ecuador y otros, en los que destacó la fusión de lo político con los movimientos sociales emergentes que iban dando nuevas pautas de comportamiento. Dado lo ocurrido en su Chile natal tras la caída de la dictadura, inmerso en la alianza de la concertación y el seguidismo del modelo neoliberal heredado, estuvo alejada (y frustrada, como llegó a confesar) de su realidad política. Y ha tenido que ser en Canadá donde ha acabado falleciendo.
Con Marta Harnecker se nos ha ido una imprescindible. Pero nos queda su obra.