Durante mi corta visita a Moscú de hace unos días descubrí durante uno de los trayectos en autobús la escultura dedicada a Vladimir Maiakovski. Por eso en la siguiente ocasión del trajín de desplazamientos estuve preparado para poder fotografiarlo. Y lo conseguí. Me hubiera gustado haberla contemplado in situ, pero me conformo con el resultado.
Obra de Aleksandr Kibalnikov, el monumento fue esculpido en bronce. He leído que al autor le hubiera gustado que la escultura descansara sobre el mismo suelo, al mismo nivel de la gente que transita por el pequeño parque, pero por imperativos oficiales acabó levantada sobre un gran pedestal de piedra desde su instalación en 1958.
Ubicada en la plaza del Triunfo, antes con el nombre del propio poeta, estamos ante un trabajo interesante, en el que se muestra con decisión la personalidad vibrante del poeta. Miembro destacado de la vanguardia futurista, fue también un militante bolchevique. Polémico, atrevido e inconformista, vivió intensamente sus 37 años de existencia.
Empecé a leer los poemas de Maiakovski a finales de los setenta a través de Antología poética (Buenos Aires, Losada, 1978; con preliminar, selección y traducción de Lila Guerrero). Luego vino una recopilación de escritos suyos, publicada como Poesía y revolución (Barcelona, Península, 1974); y más recientemente, el pequeño libro dedicado a su viaje por varios países entre 1925 y 1926 y que tituló América (Bilbao, Gallo Nero, 2011). A este último libro le dediqué hace unos años la entrada "Vladimir Maiakovski: los ojos de otro poeta que estuvo en Nueva York".
Su largo poema Bien, escrito entre 1917 y 1927, empieza con estos versos:
El tiempo,
es una cosa,
extraordinariamente larga.
Hubo tiempos,
como leyendas pasaron.
Ni leyendas,
ni épica,
ni epopeya.
¡Vuela,
estrofa,
telegráfica!
Y con la boca encendida,
de nuevo,
canta,
en nombre del "Hecho".
Es el tiempo que silba,
en los cables telegráficos,
es el corazón,
junto con la verdad..
Eso tal vez ocurrió,
con los combatientes,
de mi patria,
o sólo ocurrió,
en mi propio corazón.
Yo quiero,
que después,
de estar en este libro,
salgas de tu mundito doméstico,
y nuevamente suene,
el tableteo de las ametralladoras,
y brille nuestra estrofa,
tajante como una bayoneta.
Yo quiero,-
que suba la alegría a vuestros ojos,
testigo feliz,-
y corra de nuevo en vuestros músculos,
una fuerza rebelde y constructiva.
Ese día,
no alquilaremos,
a nadie que cante.
Empuñaremos el lápiz,
para que un viento de páginas,
como un viento
/ de banderas,
en la frente de los años,
ondee.
El poema, en la parte número 19 y tras unas treinta páginas, acaba con los siguientes versos:
Nuestra República,
se alza,
se yergue.
Otros países,
necesitaron cien años.
La historia,
tiene fauce de tumba.
¡Pero mi patria,
es un adolescente,
crea,
prueba,
inventa!
La alegría empuja.
¡La vida es espléndida,
y asombrosa!
¡Crece,
mi República,
sin vejez,
hasta los cien años!
¡Año por año,
aumentad vuestro júbilo!
¡Gloria al martillo,
y el verso!
¡Tierra - Juventud!
He escogido este poema y estos versos porque creo que ponen al descubierto lo que fue una utopía igualitaria truncada. Primero, por el devenir tras la muerte de Maiakovski: los años duros del estalinismo, entretejidos de conjuras y fantasmas. Luego, la atmósfera pavorosa de la guerra antifascista, con la ocupación nazi de buena parte del territorio europeo de la URSS y, pese al heroísmo resistente, el tributo de las más de dos decenas de millones de personas muertas. Y finalmente, la desaparición de la URSS, su conversión en una amalgama de nuevos países y la restauración del sistema económico que Maiakovski, como tanta otra gente, creía destruido en su "República".
Ese tiempo que parecía nuevo y que ni siquiera duró esos cien años con los que soñó.