1917 fue un año de máxima importancia en el transcurso de la tenebrosa Gran Guerra. Un conflicto bélico que tiende a minimizarse, como si se tratara de un objeto más de museo, despojándolo de su verdadera naturaleza y de quienes fueron sus responsables. Hasta ese momento no hubo en la historia humana un acontecimiento que adquiera, y con mucho, tal dimensión de barbarie. Nunca hasta entonces se habían destruido tantas vidas humanas y tantos recursos materiales. Como nunca se había alcanzado tal grado de inmoralidad a la hora de justificar tanto desvarío. Vivimos en un tiempo donde se tiende a vincular las catástrofes humanas a ideologías calificadas como perversas. Pero en el caso de la Gran Guerra se tiende a disimular su directa relación con el desarrollo del capitalismo monopolista en ciernes y su expresión imperialista y colonialista. Con un sistema económico violento per se, devorador de personas y recursos sin importar su coste, y con el único horizonte de optimizar los beneficios empresariales.
Fue un año donde se manifestó en mayor medida el cansancio acumulado de años anteriores por una gran parte de la población y, en mayor medida, de quienes tenían que jugarse la vida en los frentes de batalla. Los millones de soldados muertos, heridos o mutilados estaban pagando un enorme tributo de sangre para satisfacer lo que sus dirigentes políticos y militares denominaban como defensa de la patria. Una superchería que escondía los intereses económicos de las grandes empresas, en su búsqueda de mercados y recursos que incrementaran al máximo sus beneficios. Que escondía también los discursos de sus representantes políticos, que actuaban al servicio de los anteriores. Y que escondía también la actitud miserable de una parte de las dirigencias de los grupos obreros, que prefirieron aceptar la defensa de sus patrias en detrimento de la unidad de clase internacionalista.
1917 puso de relieve, además de ese cansancio y malestar cada vez extendido, la voluntad de oponerse a la guerra. Una voluntad que resultó demasiado frágil en el verano de 1914, cuando los tambores de guerra atrajeron a masas ingentes de obreros y campesinos, que aceptaron lo que les indicaron por arriba sus dirigentes políticos, fuera cual fuera su signo, o simplemente se dejaron llevar por la inercia de un profundo pasado de sumisión.
Ese año, sin embargo, fue un momento de rebeldía. Mostrada de diferentes formas y grados, pero, en suma, rebeldía. De desobediencia, de motines, de huelgas, de revoluciones... Algo inconcebible para los jefes militares, que vieron cómo el principio baśico de la disciplina fue transgredido. Inconcebible también para los diversos gobiernos, que veían debilitar sus objetivos territoriales. El ambiente existente y las consecuencias adquirieron en Francia una gran dimensión, como nos recuerda el historiador André Loez en una entrevista publicada en la revista sinpermiso. Al margen de lo que en Rusia estaba ocurriendo desde febrero, en Francia apareció una "primavera de los amotinados" donde las insubordinaciones, las deserciones o los gritos contra la guerra de decenas de miles de soldados alteraron temporalmente los planes militares. Una primavera que conocieron también, a menor escala, Alemania, Italia, el imperio turco...
Al final, salvo en Rusia, todo volvió a su cauce. La represión y el miedo se encargaron de que siguieran activándose los frentes de batalla. La entrada de en la guerra de EEUU contribuyó a que los países aliados recobraran buena parte de la fuerza perdida. Su intervención selectiva y calculada alimentó durante más de un año las llamas del conflicto. Se redoblaron las ofensivas y las contraofensivas, se incrementó la destrucción y con ella, la muerte. Para que en el fondo todo siguiera igual.
Nos cuenta André Loez cómo se ha tendido a dejar en el olvido lo ocurrido durante la primavera de 1917. Al fin y al cabo no deja de ser un mal ejemplo
(Imagen: tríptico La guerra, de Otto Dix)