Como la luz era difusa, el encuentro de las miradas fue de improviso y todo resultó fugaz. Por eso no nos saludamos. En otras ocasiones lo habíamos hecho, pero ese día, no. Posiblemente alertado por el sonido de mis pisadas, giró su cabeza y me miró cuando lo alcanzaba con mi paso. Yo, que hasta ese momento sólo lo había visto de espaldas, lo miré también en el momento que lo tuve a mi altura. ¿Debí saludarlo? Esa duda la empecé a tener nada más pasarlo, pero rectificar no hubiera sido en esos momentos lo lógico para mí, porque no suelo detenerme cuando voy de marcha y en ese momento ya me había alejado. Por la cabeza me vino enseguida la posibilidad de que cuando volviera podría saludarlo.
Según avanzaba camino de la punta del puerto, mientras los barcos atracados parecía que se acercaban, seguí pensando en ello. Ya de vuelta, pasados unos quince minutos, quise resolver la situación, pero no dio lugar a nada, porque ya no estaba. Paso tras paso fui dejando de dar vueltas a la cabeza sobre ese hombre que no era el típico pescador del pueblo. Un poco más adelante recuperé la luz perdida gracias a las farolas del puerto deportivo. Sólo ahora, escribiendo, he intentado dar una explicación a lo que ocurrió en uno de esos momentos fugaces que surgen en la vida.