Mucha gente ha visto a Jordi
Pujol como la encarnación de Cataluña. En la propia Cataluña y fuera. Porque lo
creyó o porque le interesó que así fuera. Él mismo hizo uso de ello. Por
ejemplo, cuando lo del asunto oscuro de Banca Catalana, donde identificó la
investigación de la fiscalía con un ataque a Cataluña. Pero Cataluña no es de
nadie en particular, ni de una clase social ni de ningún partido. Como todas
las colectividades, es diversa, está en permanente cambio, tiene continuidades
y, a la vez, es contradictoria.
Desde finales de la
Transición y durante bastantes años Cataluña ha estado hegemonizada por un
catalanismo moderado en lo social y en lo político, desarrollando una relación
con las instituciones centrales del estado dentro de lo que se ha denominado
con frecuencia como pactismo. Eso es lo que ha representado CiU ante todo, pero
también el PSC. Eso es lo que permitió que la Generalitat haya estado gobernada
por CiU entre 1980 y 2003, que los ayuntamientos más poblados lo hayan sido en
mayor medida por el PSC y que CiU, desde la Generalitat y a través de sus
representantes en el parlamento central, se haya llevado tan bien con los
gobiernos de PSOE y el PP.
CiU ha sido uno de los
pilares del sistema político del 78, partícipe en primera línea del consenso
político abierto ya a finales del 76 y continuado desde 1977, con episodios
clave en los pactos de la Moncloa, la Constitución, el primer Estatut y lo que
vino después. En las primeras elecciones autonómicas de 1980 fue capaz de auparse como partido más votado, pese a que en los años anteriores en
Cataluña había habido un mayor
protagonismo de la izquierda, que obtuvo por ello mayores apoyos políticos y con
un PSUC comunista rondando el 20% de los votos.
En los años ochenta, sin
embargo, se llegó a una especie de statu quo político que aportó
estabilidad, con un PSOE hegemónico en la mayor parte de los territorios, la
izquierda derrotada, la derecha españolista desorientada y los nacionalismos
conservadores vasco y catalán hegemónicos en las instituciones autonómicas. Salvados
los obstáculos de la LOAPA impulsada por UCD y apoyada por el PSOE, entre
finales de los setenta y principios de los ochenta, y de Banca Catalana, a
mediados de los ochenta, en Cataluña cada parte jugó su papel dentro de una elevada
estabilidad institucional.
El pujolismo acabó siendo
la expresión catalana de esa visión moderada de lo social y lo político, y
durante años apenas tuvo problemas en su encaje dentro del estado. Fue un
soporte fundamental para el PSOE en 1993 (“he entendido lo que ha ocurrido”,
dijo Felipe González en la noche electoral de su victoria sin mayoría) y para
el PP en 1996.
La situación cambió en el
siglo XXI, cuando una parte de la sociedad catalana empezó a ver a Pujol y el
pujolismo bien como insuficiente o bien como poco útil. Desde el PSC, con
Pascual Maragall a la cabeza, se buscó una vía menos ambigua en lo político, dentro
del social-liberalismo en pujanza, y que clarificara el modelo de relación de
Cataluña con España, al que denominó federalismo asimétrico. Tras un primer
intento fallido, Maragall consiguió la presidencia en 2003, aunque con el apoyo
de ERC e IC-EUiA. Fue el momento del tripartito, compuesto por tres patas
difíciles de coordinar y que se movió en torno a dos objetivos: una gestión más
social, con mayor gasto público y una mayor redistribución de las rentas; y la
elaboración de un nuevo Estatut. Con la vuelta al gobierno del PSOE en 2004
parecía que esos objetivos se podían conseguir, pero el comportamiento del PSOE
y del propio José Luis Rodríguez Zapatero en el asunto del Estatut acabó
provocando el rechazo del Estatut consensuado en el Parlament y la salida de Maragall.
Con José Montilla en la
presidencia el nuevo Estatut contó con el rechazo de ERC, una elevada
abstención en el referéndum y la beligerancia del PP, que lo acabó llevando al
Tribunal Constitucional, donde a su vez se anularon importantes componentes del
texto. Roto el acuerdo progresista de PSC, ERC e IC-EUiA, fue el momento para
que volviera CiU al gobierno catalán, ahora con Artur Mas, el delfín de Pujol,
al frente.
Lo que vino después fue
una caída libre en el distanciamiento entre buena parte de la sociedad catalana
y las instituciones centrales del estado. En el seno de la primera se estaba
produciendo un movimiento soterrado que acabó aflorando en la Diada de 2012. Esta situación arrastró a CDC y al propio Mas a un cambio de estrategia, apostando por el soberanismo. Pujol se sumó de inmediato, a la vez que UDC se ha ido distanciando. Desde entonces ha fraguado en una mayoría social y política la idea de una
Cataluña explícitamente soberana, sujeto político activo que debe tener el
derecho a decidir su futuro sin interferencias. Además, ha ido en aumento el
sentimiento de una Cataluña independiente. Para otoño está prevista una
consulta con dos preguntas, donde la ciudadanía debe responder si quiere que
Cataluña sea un estado y si quiere serlo independiente o dentro de España.
La actitud hostil del
gobierno del PP, lejos de templar las cosas, las ha exacerbado. La consulta ha
sido tachada de ilegal desde las instancias centrales del estado y los dos
partidos mayoritarios. En Cataluña sólo el PP y Ciudadanos defienden el statu
quo constitucional, mientras el PSC está viviendo una crisis profunda que
aún no se sabe cómo va a acabar, salvo el progresivo descenso en los apoyos electorales.
El asunto de Pujol ha
estallado en un momento trascendental. Se puede especular acerca de las razones
por las que ha confesado su comportamiento o la oportunidad de haberlo hecho
ahora. CiU va a ser la gran perjudicada. Quizás con una ruptura interna por la
salida de la UDC Durán i Lleida. Pero ante todo por la pérdida de confianza en
CDC. En este caso ERC podría ser la gran beneficiada. Es difícil que afecte en
el camino que buena parte de la sociedad catalana ha emprendido para hacer
efectiva su soberanía. Puede incluso que se produzca un desplazamiento político
más a la izquierda, con una parte de la sociedad que vea que la corrupción está
más insertada en los sectores sociales y políticos conservadores,
independientemente de su orientación catalanista o españolista.
Otra cosa es lo que ocurra
en el resto de los territorios, sobre todo donde el nacionalismo español está
más pujante. La hostilidad contra Cataluña -que existe-, contra el nacionalismo
catalán y contra el proceso soberanista ha encontrado en el asunto Pujol un
filón para su retroalimentación. Desde el PP ya se está aprovechando para
neutralizar las secuelas de los numerosos casos de corrupción en que está
envuelto.
Ha caído un mito: el de Pujol. La dimensión de lo ocurrido está por ver y la forma como acabe aún no se sabe. Pero, como dije al principio, Pujol no era la encarnación de Cataluña, aunque fuerzas contrapuestas, y por distintas razones, así lo hayan creído o hayan estado interesadas en fomentarlo.
(Este artículo también ha sido publicado el 8 de agosto en Rebelión).
Ha caído un mito: el de Pujol. La dimensión de lo ocurrido está por ver y la forma como acabe aún no se sabe. Pero, como dije al principio, Pujol no era la encarnación de Cataluña, aunque fuerzas contrapuestas, y por distintas razones, así lo hayan creído o hayan estado interesadas en fomentarlo.
(Este artículo también ha sido publicado el 8 de agosto en Rebelión).