No estuve en su casa. No
pude y me dio pena. No había hecho mis deberes, es cierto, pero es que las
palabras no me salían. No es que no me pudiera la voluntad, que quisiera
haberla tenido, sino que fue la impotencia del espíritu la que paralizó mi
mente para crear, ordenar e hilar palabras. Imágenes tenía, esbozos de cosas me
habían ido surgiendo, pero surgían débiles, distantes en sí, sin ritmo. Sentí
la imposibilidad de materializar lo que mi mente –no sé si enferma- apenas
entresacaba. No fue por falta de sentimiento, sino ausencia de pulso, lo que me
impidió primero hacer y luego acudir. Por eso me quedé compungido. No ha sido
la primera vez, ya me ocurrió a principios de año. Me resulta difícil decirlo y
explicarlo. Me duele haberlo hecho. Dejé en febrero al vino y en octubre me
quebré con los nómadas. Dos temas que dan para mucho y que me resultan entre
próximos y bonitos.
El vino de Dionisos, de la
eucaristía y el de cada día. El vino en multitud de matices de colores y
sabores. La artesanía de un caldo que surge desde las entrañas de la tierra
para fructificar en racimos que,
molteados, se fermentan hasta la apoteosis. Con él nada mejor que tener en
cuenta el punto y la medida. La clave para saborearlo en su dimensión y la
conciencia de tenerlo sin que nos sobrevenga lo no deseado. En ese equilibrio,
aunque me repita, está la apoteosis.
Y, ¡ay!, los nómadas, el
nomadeo, el nomadismo… El ir y venir sin cesar y sin prisas. El principio de la
humanidad. La herencia que nos queda de los tiempos más remotos. Una realidad
que todavía pervive en gente, en muy poca, manteniendo la esencia del trasvase
continuo, del movimiento permanente. Para la mayoría, sin embargo, le queda un
eco que se alberga en el subconsciente colectivo. El eco que nos lleva todavía
a no parar, a querer trasegar, a buscar, también a curiosear…
Han pasado unos meses y
ahora intento no sé si resarcirme, pero, al menos, sí desahogarme. Cómo nos han
llevado con cariño a sus inocentes debilidades. Cómo han conseguido que, pasado
el tiempo, sigamos saldando la deuda de la amistad contraída. Aunque haya sido
en parte, aunque haya sido para mi propio consuelo, con estas breves líneas,
apretadas por la necesidad y la premura, al menos he roto la impotencia que me
llevó en dos ocasiones a la ausencia.
(Invierno
de 2012)