Estoy estos días en tierras del Alentejo. En su comarca baixa. Más allá del Tajo, como su nombre reza, y tocando cada día el único tramo donde el Guadiana es enteramente portugués. Está llegando el invierno y con él, el frío, aunque se mantiene la herencia de la estación estival. El campo huele aún a seco. Voy yendo de un lado para otro, contemplando sus paisajes, sus pueblos y sus gentes. Veo tierras duras, de contornos ondulantes, con rocas de esquistos y granitos que afloran en la superficie, pero tapizadas aún en amplios espacios por el verdor perenne de sus alcornoques y encinas. Pese a todo, se trabaja la vid, el olivo, el trigo y las legumbres, y se aprovechan sus pastos y los frutos preciados que alimentan a ovejas, cerdos y vacas. La materia primera para elaborar panes, dulces, quesos, vinos, aceites y carnes en sus diferentes formas. En una buena parte es huella del tiempo. La que también adquiere formas materiales como menhires, tumbas, domi, templos, mosaicos, mosaicos, arcos, calles, alcaçovas, murallas, chimeneas... La herencia megalítica, romana, árabe. También, ante todo, la huella de lo que vino después. Ese tiempo de feudalismo y el postrero capitalismo donde se forjó un latifundio feroz que ahogó a sus gentes. Las mismas que hasta no hace mucho se alzaban del suelo. Las que, al decir de José Saramago, conocían "algunos amores, muchos sacrificios, victorias y desastres". Como Catarina Eufemia, campesina y comunista de Baleizao, que la mataron en plena dictadura, pero está aún presente en el recuerdo de cada día. Casi medio siglo después hoy en el Alentejo muchas gentes siguen manteniendo el sueño de esa mujer.