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lunes, 16 de enero de 2012
Manuel Fraga Iribarne, un hombre de la España negra
Ayer murió Manuel Fraga Iribarne. Un camaleón de la política, dicen. Me imagino que por aquello de su evolución desde el franquismo/fascismo hacia lo que acabó siendo su imbricación en el actual sistema político. Se integró desde el primer momento en la Falange y desde su aparato fue trazando su carrera. Precoz en su carrera académica, en la que alcanzó una cátedra universitaria con veintiséis años, pronto fue atraído para ocupar puestos en las altas esferas del régimen, llegando a ministro en 1962. Lo fue de de Información y Turismo, que para el momento era equivalente a una especie de propaganda e imagen. Con tan sólo cuarenta años daba una imagen de juventud en medio de tantos carcamales. También de dinamismo, dado su hiperactividad. Era la expresión genuina de la primera hornada de figuras del régimen que no participaron en la guerra. En pleno despegue de la marea desarrollista que acabó inundándolo todo, esos tipos -él, López Bravo, Silva Muñoz…- resultaban más que necesarios. Como ministro de propaganda se encargó de ser la voz de eventos como los veinticinco años de paz de 1964 o el referéndum de la ley orgánica del estado de 1966. Tuvo que tapar las vergüenzas del pacto con EEUU quedándose en bañador por lo ocurrido con las bombas atómicas de Palomares en 1966. No tuvo escrúpulos en justificar las ejecuciones del comunista Grimau o de los anarquistas Granados y Delgado en 1963. Su gran logro fue la ley de prensa de 1966, que puso fin a la censura previa, pero que con su artículo dos abrió paso a expedientes, cierres y hasta derribos de diarios. Como falangista no fue un entusiasta de la solución monárquica que se institucionalizó en 1969. Y como falangista se vio involucrado en la disputa con la gente del opus dei por el caso Matesa. Eso le llevó ese mismo año a su defenestración como ministro. Dedicado a la empresa privada, en 1973 se fue como embajador a Londres donde, dicen, se empapó del parlamentarismo británico. Fue cuando empezó a crearse una imagen de aperturista. Participó en el primer gobierno de Arias Navarro después de la muerte de Franco, esta vez como ministro de Gobernación. La violencia represora de la que hizo gala con su triste frase “la calle es mía” se tradujo en numerosas víctimas, mortales o no, incluyendo las de Vitoria o Montejurra de 1976. Su ineficacia, como la de todo el gobierno, fue el origen del nombramiento de un Suárez más joven y atractivo como nuevo jefe de gobierno. Fracasó con su Alianza Popular y los siete magníficos -Arias Navarro, Silva Muñoz, López Rodó, Martínez Esteruelas, Fernández de la Mora, De la Fuente y Thomas de Carranza- en las elecciones de junio de 1977. Se hizo famoso con sus tirantes rojigualdos y sus bravatas, que ya venían de antes y nunca las abandonó. Participó en la elaboración de la Constitución de 1978, siendo uno de sus padres, aunque se opuso al título octavo que luego le permitiría ser presidente de su Galicia natal sin que se rompiera España. Se convirtió en jefe de la oposición en 1982, pero cuatro años después no fue capaz de superar su techo electoral del treinta por ciento. Por eso dimitió. Tras un ínterin como europarlamentario, de mangoneo contra su sucesor Hernández Mancha y de entronización de Aznar, acabó como presidente de la Xunta de Galicia. El puesto lo ocupó entre 1990 y 2005. En su tierra estuvo a sus anchas, como patriarca y expresión de una mezcla de la Galicia más rancia y la modernidad de la especulación, las agresiones contra la naturaleza y los fastos faraónicos. El chapapote del Prestige minó su prestigio, perdiendo las elecciones. Hasta ayer fue senador. Se puede decir que murió con el escaño puesto. Una genuina figura de la España negra.