Hace cuatro días recordé mis vivencias de lo ocurrido el 23 de febrero de 29 años atrás. Considero que lo ocurrido ese día fue el momento de inflexión en la transición española. Fue la ocasión en que quienes tomaron el relevo en el gobierno para los años siguientes supieron leer los límites que no debían traspasar y el horizonte que se les abría. Un año y diez meses después, el 29 O, recibieron los apoyos que necesitaban para actuar, pero conscientes que debía ser dentro de dos coordenadas. O límites. Éstos estaban, en primer lugar, en no remover nada del pasado, como la corona o lo relacionado con el ejército, en esos momentos el poder fáctico más sensible; en no tocar lo relativo a la integración en la OTAN, una decisión tomada de inmediato tras el 23-F con Calvo Sotelo como presidente de gobierno; y en pactar el freno al proceso autonómico, mediante la LOAPA de 1982. El horizonte estaba en la CEE (hoy UE), que iba a suponer la integración del mercado español dentro del comunitario, que conllevó el desmantelamiento de buena parte del tejido industrial y el aprovechamiento de los fondos que desde la CEE irían llegando como "de vía cohesión" y como "estructurales". Eso era lo que llamaron, llamó el PSOE, la modernización de España, que fue acompañada de la extensión de servicios sociales como la educación o la sanidad, que hicieron de España un país al que Alfonso Guerra ya se refirió en 1982 como que "no lo conocerá ni la madre que lo parió". En esos horizontes también estuvo la aplicación de una política económica por un partido socialista con elementos del neoliberalismo que se había empezado a aplicar por Margaret Thatcher y Ronald Reagan desde 1979. Es decir, privatización de empresas públicas, modificación en el campo de las pensiones, abaratamiento del despido, introducción de los contratos basura... Eso también era modernización, tan bien continuada desde 1996 por el PP.
Se ha escrito mucho sobre el acontecimiento. Personalmente me quedo con Amadeo Martínez Inglés, coronel del ejército por aquel entonces, que escribió años después, en 2001, un libro que tituló 23-F. El golpe que nunca existió. Analiza muy bien lo ocurrido antes, durante y poco después del célebre día. Concluye que sirvió para consolidar la corona, chapuzas de todo tipo aparte.
Pero no sólo. Desde el 23-F nada volvió a ser como antes. Esa fecha acalló a buena parte de las voces más críticas de la izquierda, siempre desde el argumento de "tener lo menos malo". El último grito de esa izquierda, eco de lo que quedaba de la lucha antifranquista, fue el referéndum de la OTAN de 1986, tras el cual se inició una fase nueva política en el país y en la recomposición de parte de esas voces críticas, que tendría en la IU de los años 90 una de las expresiones más peculiares. Unas secuelas del 23-F que posibilitaron que se amordazara y cooptara a buena parte del antifranquismo, y dejara que los sectores del franquismo y los gobiernos de transición pudieran quedarse en sus antiguos puestos o dedicarse libremente a sus nuevos negocios.