Ayer, sábado, leí en el diario Público una entrevista a María Naredo, jurista, que habló sobre la reapropiación de las calles por la ciudadanía como una forma de hacer que los espacios públicos se conviertan en lugares de encuentro y, por ende, seguros. Bonitas palabras, como todo lo que fue publicado, un canto a acabar con ese modelo de ciudades y pueblos que nos han impuesto.
Ciudades de nuestros días donde se pierde la posibilidad de relacionarse, mientras las calles se convierten en vías ruidosas de tránsito de personas que circulan como zombis y de automóviles que parcelan el ámbito de cada individuo. Calles que se vacían para llenar los espacios privados en forma de grandes superficies dispuestas para consumir objetos materiales e inmateriales, o en esas viviendas aisladas que se expanden cada vez más alejadas. Y en todo ello, una multitud de cámaras, alarmas, vigilantes, vallas, puertas blindadas y cuanto se necesite para tener una sensación de seguridad, que, por falsa, no sólo no evita lo que persigue, sino que embolsa las arcas de quienes negocian con ello.
La pérdida de los espacios públicos como lugares de encuentro y relación, que han dado vida a las ciudades y pueblos durante tantos siglos en Europa, han traído una sensación de inseguridad. Se sabe, por ejemplo, que el número de delitos en la vía pública o contra los hogares ha descendido, pero la percepción por la gente es de lo contrario. Han aumentado otro tipo de delitos, más sutiles, en la mayor parte de guante blanco y en muchos casos cometidos por quienes manejan buenas cuentas bancarias. Pero estos no necesitan de cámaras, ni alarmas, ni vigilantes ni demás. Muchas veces pasan desapercibidos; muchas también no son tenidos en cuenta a no ser que se haya montado un escándalo público; muchos no se persiguen o simplemente se hace la vista gorda porque se realizan en las grandes alturas; muchos, en fin, ni son considerados delitos. Tienen forma de cobro de comisiones por concesiones administrativas, recalificaciones de terrenos, operaciones financieras en paraísos fiscales, hipotecas de por vida, tasas por cualquier operación bancaria, cobro de servicios que no se dan o se dan en mal estado, impuestos que no se pagan, declaraciones a hacienda falsas...
Pero la sensación de miedo existe y sobre todo de quienes se cree que son potenciales delincuentes: pobres, inmigrantes... Escribía el otro día, en relación al caso de la fotografía de Gaspar Llamazares utilizada por el FBI, cómo buena parte, si no la mayor, de las imágenes que aparecen de "delincuentes, terroristas y demás" no tienen más objetivo que generar miedo entre la gente. Por eso se les muestra con caras horribles. Y por eso se cree que llevan el delito en sus caras, en sus miradas...
El miedo puede surgir por cualquier motivo real, pero muchas veces aparece "sin sentido". Es el miedo psicológico. De esto sufrimos mucho, se nos inculca para domesticarnos, para recluirnos en nuestros castillos, pequeños o grandes según el nivel adquisitivo, y en los grandes espacios privados donde nos ofrecen de todo. Siempre bajo la atenta mirada de las cámaras y previo pago por taquilla. "Ya no es un policía quien define mi miedo, sino que soy yo", ha dicho también María Naredo. Tiene razón, nos han enseñado a producirnos miedo. Sin motivo real, "sin sentido". "No hay sociedad más disciplinada que la que tiene miedo y está hipotecada". Ahí está la clave ¡Cuánta razón!