Durante mi reciente estancia en Salamanca pasando el fin de año he podido leer la novela El manuscrito de piedra, escrita por el profesor de su Universidad Luis García Jambrina. Se desarrolla a finales del siglo XV en la propia ciudad castellana, siendo su protagonista Fernando de Rojas, que fuera estudiante de su Universidad y a quien se ha atribuido la autoría principal del celebérrimo libro La Celestina.
En algún sitio he leído que la novela recuerda a El nombre de la rosa, de Umberto Eco. La literatura me interesa por lo que relajante que me resulta y, quizás por deformación profesional, por lo que esconde tanto de la realidad histórica de los personajes y los acontecimientos como de la historicidad de quienes la hacen. Por ello no voy a entrar en comparaciones, como tampoco en el valor literario de El manuscrito de piedra.
La novela nos muestra un estudiante de origen converso, Fernando de Rojas, que se ve obligado a colaborar con la Inquisición investigando el asesinato de un fraile dominico, catedrático de la Universidad y consultor de la institución que controlaba la pureza de la fe católica. Lo que sigue es una sucesión de nuevas muertes, sucesos y enredos, donde actúan Diego de Deza, otro dominico, que era el obispo de la ciudad; el infante Juan, que muere envenenado; y Celestina, que se encuentra en el centro de la trama. No faltan alusiones a los Reyes Católicos, que miran con distancia, o al rey portugués Manuel el Afortunado, el aventurero Colón, el gramático Nebrija, el poeta Dante... Todo ello con el trasfondo de una sociedad en cambio, en la que, por un lado, se está incubando el imperio que habría de hegemonizar la política europea durante más de un siglo y conquistar inmensos territorios en todos los continentes; y, por otro, una unión-alianza, de base dinástica, entre las coronas de Castilla y Aragón, soldada mediante la unidad religiosa a golpes de Inquisición, con una Portugal mirada entre la desconfianza y el interés.
El escenario de la novela está compuesto de lugares, gentes y costumbres de la ciudad, en las que cobran nombre propio los estudiantes de la Universidad, las putas de la Casa de la Mancebía, los clientes de los mesones, las víctimas de las Inquisición, los transeúntes de las calles y los habitantes de la grutas del subsuelo. También el convento de San Esteban, la iglesia de San Cebrián, la cueva de Salamanca, las dos catedrales, las Escuelas Menores, la plaza del Corrillo, la calle Tentenecio o el convento de San Francisco. Todo un laberinto donde convergen y divergen cristianos viejos y conversos, ortodoxia y heterodoxia, dominicos y franciscanos, oscurantismo y tolerancia, supersticiones y razón, varones y mujeres, mundo e inframundo, tradición y modernidad…
El autor, creo, ha buscado ilustrar el contenido de la narración desde dos mundos entrelazados: la ciudad visible, reconocible a través de sus calles y edificios; y la ciudad oculta, sumergida en las grutas del subsuelo. La una es la ciudad oficial y la otra es la de la gente que se ve obligada a huir. Dos ciudades en una, habitadas cada cual por seres donde hay de todo, desde lo malvado hasta lo bienintencionado, desde el fanatismo hasta el deseo de libertad. Toda una metáfora de la vida.