Cada pueblo y ciudad de Francia tiene un monumento dedicado a las personas muertas en las guerras del siglo XX. En los murales aparecen escritos sus nombres, distinguiéndose los de las distintas guerras. La mayoría, cerca de millón y medio, es de varones y jóvenes, y fallecidos en la Gran Guerra, el momento de mayor carnicería. La Segunda Guerra Mundial generó muchas menos víctimas, dada la rápida ocupación nazi-alemana y al colaboracionismo de parte de la dirigencia y la sociedad francesa. Suelen distinguirse aquí las víctimas del frente de guerra (del principio, en junio de 1940; y tras el desembarco de Normandía, desde junio de 1944); las de la Resistencia (el maquis), donde actuaron heroicamente miles y miles de militantes antifascistas y patriotas; y en ocasiones, las víctimas judías. Bastante menor es el número habido en las guerras coloniales de Indochina y Argelia.
Los monumentos suelen tener una escultura que en la mayoría de los casos reproduce la imagen de un soldado vestido con el uniforme característico de la Gran Guerra. El lunes pasado, sin embargo, me llamó la atención ver en el pequeño municipio de Issoudun, entre Rouges y Chateauroux, una escultura que difería en la forma de representar el horror de las guerras. Se trata de una madre, que a su vez es la imagen simbólica de la República (la Marianne), que tiene en sus brazos a su hijo muerto, representado como el Jesús muerto. Una transposición del tema de la Piedad y más concretamente en las versiones más atrevidas de Miguel Ángel.
Su autor, Ernest Nivet, dejó huella de su hacer a través de la rugosidad de su estilo y la representación de tipos populares, principalmente campesinos, sin que faltara en algunas obras un sentimiento piadoso. Lo primero, como discípulo de Auguste Rodin, que en su modernidad no le faltó la influencia del Miguel Ángel atormentado. Y lo último, como aparece en el Monumento a los Caídos de Issoudun, realizado para conmemorar a las personas muertas entre 1914 y 1918.