El apoteosis de figuras de los enclos bretones
Los llaman enclos paroissiaux.
Traducir esa palabra del francés nos llevaría a varias posibilidades. La más común, como recintos parroquiales. La palabra enclos me recordó desde el principio a los enclosures británicos, surgidos en el
proceso que llevó entre los siglos XV y XVIII al cercamiento de tierras por parte de la burguesía terrateniente rural, la gentry, en detrimento del campesinado. Me
imagino que se trata, en este último caso, de una de las tantas palabras
prestadas del francés al inglés cuando aquélla era la lengua preferida por la
nobleza anglosajona. Bretaña ha sido
siempre un territorio curioso, singular, mítico, si se quiere. Un saliente
peninsular de la actual Francia, como avanzadilla hacia las islas Británicas, separado por el Canal de la Mancha.
Uno de los territorios donde se desarrolló la cultura celta, milenaria por
varias veces, y expresada en monumentos visibles de grandes dimensiones hechos
a base de megalitos. Expresión material en una idea de la muerte, de culto a quienes se
enterraban, de respeto al más allá, de diálogo con el misterio… que fue transitando en el tiempo. Un cúmulo, en fin, de tradiciones que llevó a las gentes de Guimiliau, Saint Thégonnec y otros pueblos de la Bretaña occidental a construir, y hasta competir, los complejos funerarios
llamados enclos. Formados por una iglesia, un osario y un cementerio,
ordenados en torno a una cruz y rodeados de un muro que lo encierra todo. Como calvario se
traduce en otras ocasiones, que es como también lo ha hecho mi amigo Juan José.
Visitar esos complejos funerarios es sentirse atrapado por un apoteosis de plasticidad
granítica -por ser éste el material que la soporta-, tamizada por el efecto del
tiempo en su doble sentido: el que transcurre por los siglos y el que incide
con su humedad para recubrirlo de una coloración especial de grises y tonalidades verdosas. Un apoteosis de figuras esculpidas inspiradas en las leyendas bíblicas que nos llevan a otro tiempo y que sirvieron a sus moradores, analfabetos de letras, a contemplarlas a modo de libros sagrados. Se habla de cultura
popular y desde luego que lo es. Cuando vi esa sucesión de formas las situé antes en el tiempo. Me recordaron las que hacían en los siglos
del románico tardío (por ejemplo, las del Pórtico de la Gloria) y sobre todo del gótico, el estilo que estructura su arquitectura.
He leído después que se hicieron entre los siglos XVI y XVII, cuando los
comerciantes de la zona que navegaban allende los mares quisieron dejar
constancia de sus riquezas terrenales para prepararse de cara al más allá. Una ligazón
de las creencias ancestrales, varias veces milenarias, con las posteriores del cristianismo. Una especie de sincretismo entre lo pagano y lo cristiano que llevó
a esas gentes de lugares tan recónditos a una emulación por lo más bello.