Su nombre apareció pronto, pero la sorpresa, desgraciada, es que era mentado en una necrológica. Fue hace tres años que se fue. Un compañero de profesión, anterior maestro suyo, le dedicó en su día una semblanza emotiva. La imagen que puede verse en la única fotografía que he encontrado es la de un hombre ya maduro. Al principio me costó descubrir que era él. Con detenimiento, sin embargo, se percibe su tez morena y ciertos rasgos que se mantienen levemente en mi memoria, pese al tiempo -tres décadas- transcurrido. Conservó hasta el último momento una imagen de los años ochenta y en ella, una barba descuidada.
Aún tengo en mi mente el recuerdo de una visita que le hicimos a su pueblo, en plena estación estival, cuando el sol del mediodía ardía y encendía el color rojizo de algunas de sus casas. Estaba trabajando en su tesina, la misma que, una vez acabada, le catapultó a un contrato en una universidad vecina.
Atrás ha quedado el compañero rudo, hijo de la meseta castellana, de una de las zonas más fértiles que residen en su seno, frontera entre dos provincias, la que nació y en la que hizo sus estudios universitarios. Por lo que he podido averiguar, nunca dejó de ser un hijo del campo, al que siempre sirvió desde su trabajo intelectual centrado en los análisis territoriales del mundo rural. La tierra, en fin, acabó engulléndolo. Era de esperar, aunque haya tenido que ser tan pronto.