jueves, 18 de diciembre de 2014

¿Es una genialidad la obra de Antonio López sobre la familia real?

Leí hace unos meses que Antonio López había acabado -por fin- su retrato de la familia real española. A finales de noviembre hemos podido ver el cuadro a través de las imágenes de televisión o por fotografías. Dos décadas ha tardado en hacerlo, lo que no resulta extraño en un artista de sus características, cuya obras con frecuencia se construyen en procesos largos, de años y a veces décadas. En algún momento él mismo ya señaló que "una obra nunca se acaba, sino que se llega al límite de las propias posibilidades". 

López ha sido uno de los pioneros del movimiento hiperrealista español, donde ha llegado a crear un estilo propio e inconfundible. Sabemos que dentro de su método de trabajo se encuentra una rutina entre sistemática, paciente y pasmosa que le lleva a dedicar una porción de cada día para captar el momento en su dimensión de luz y detalle. Qué decir de sus paisajes urbanos madrileños, especialmente de la Gran Vía. Recuerdo de los años ochenta cuando en el suplemento dominical de un periódico conocido podíamos ver todavía inacabadas las esculturas dedicadas al hombre y a la mujer, iniciadas tiempo atrás. Fue a finales de esa década cuando las acabó y ahora podemos contemplarlas en el Museo Reina Sofía. El propio López protagonizó en 1990 la película El sol del membrillo, donde el director de cine Víctor Erice fue plasmando el lento proceso de creación de un cuadro.


Ahora López ha acabado su retrato a la familia real. En algunas tertulias de radio he llegado a escuchar cosas que me parecen sorprendentes, tanto por poco apropiadas como por faltas de contenido. Se ha hablado de una obra maestra y hasta hay quien ha llegado a calificarla -sin que se haya visto la obra in situ- de intemporal, comparándola con otros retratos de familias reales, como Las meninas, de Velázquez, o la La familia de Carlos IV, de Goya. Demasiado atrevimiento en lo que no dejan de ser más que simples opiniones. Por mi parte poco puedo decir de la obra artística en sí sin haberla podido contemplar, excepto que diga que no me gusta e incluso me parece horripilante. 


Pero me voy a adentrar más en ella desde la dimensión de su historicidad. En este caso, como retrato oficial, acapara una dimensión diferente. En La familia de Juan Carlos I, como parece que es su título, aparecen las cinco personas que la han conformado hasta hace muy poco, representadas en un tiempo pasado bastante lejano ya: dos décadas. Relativamente jóvenes, pues. Y en un primer plano, sobredimensionado y separado del resto, el entonces príncipe heredero. Ignoro si ha sido un cambio de última hora -sospecho que sí-, pero el autor parece querer mostrarnos el futuro. Por detrás, las otras cuatro personas, con una reina casi despegada y un mayor acercamiento a la mayor, quizás como una mezcla de protección y afecto. Al fin y al cabo fue la real y constitucionalmente destronada, pese a ser -eso dicen- la más borbón de la prole.   


El cuadro muestra a una familia cuando su popularidad estaba llegando a la cresta de la ola. En la cima, el rey triunfante en lo político, elevado al santoral de la democracia, y símbolo de esa nueva España que habían diseñado Felipe González y su partido para que, al decir de Alfonso Guerra, no la conociera ni su madre. Su esposa, Sofía, como la mujer abnegada y profesional que ponía equilibro a la cosa. Sus hijas, en el camino de su empaquetamiento correspondiente como esposas de bien. Por entonces la mediana aparecía como la más centrada, autónoma y moderna. La mayor, a punto de una boda real -aunque fuera con un pelele- que fue retransmitida por televisión, tenía fama de una humanidad tan desbordante como las lágrimas que le salieron cuando su hermano, el príncipe heredero, abanderaba el equipo español en los Juegos Olímpicos de Barcelona. 1992, el momento en que esa nueva España parecía capaz de deslumbrar al mundo por su organización del evento y hasta por sus éxitos deportivos.


El problema es que esa España ya no existe. Tampoco esa familia como real, institucionalmente hablando. Y digo más: no existió, porque fue pura fachada. Ese héroe que fue el rey, hoy ya no es rey y está dejando de ser para mucha gente el héroe en que creyó. Sus correrías en las cacerías y con las faldas le han hecho mucho daño. Se van destapando más que sospechas sobre sus negocios, acerca de las comisiones millonarias recibidas a través de testaferros. Y hasta lo de la noche del 23-F parece que no fue como nos lo contaron. Hoy no deja de ser un anciano casi decrépito y cada vez más olvidado. De su mujer, la abnegada y profesional, sabemos que ha tenido -y así sigue- una vida paralela, lejana incluso a nuestro país, como vía de escape de lo que puede haber sido un infierno.

¿Y las hijas? Una ya está separada de su pelele y ha sido retirada de la circulación pública. La otra -ay, la otra- está inmersa en un proceso judicial que probablemente acabe llevando a la cárcel a su marido, mientras ella misma seguramente quede libre por ser quien es. La hija comedida, independiente y moderna, casada con un apuesto héroe del deporte, ha acabado siendo la peor pieza de la canasta, llevando el desprestigio de la familia hasta niveles impensables unos años antes.


Y falta el heredero, al que le costó centrarse. Resuelto hace una década el problema del matrimonio, después de que le abortaran pretensiones anteriores y acabaran aceptando su casamiento con una mujer de origen plebeyo y -por qué no- heterodoxo, ha ido abriéndose un hueco en la institución para la que le nombraron de hecho constitucionalmente heredero en 1978. Su posición preeminente y hasta distante en el cuadro parece concebida, si no a última hora, sí bastante después de cuando se inició su elaboración. 


Velázquez rompió en sus "meninas" con un retrato oficial al uso, pero nos propuso una forma de componer y tratar la forma a través de unas pinceladas que nos hace olvidar el motivo. Goya, queriendo o no, nos reflejó una monarquía en decadencia, a punto de romperse en medio de un momento de grandes transformaciones políticas. Estoy seguro que Antonio López está intentando hacer un favor a la institución monárquica, si no tambaleante, ya no tan sólida como parecía. Al fin y al cabo este artista ha vivido con ella su mejor época en cuanto a la fama. Y en su alta cotización. Hace un par de años declaró lo siguiente en una entrevista publicada en El Mundo: "El arte siempre va asociado al dinero, desde la prehistoria. Y tiene que ser así. No se puede evitar". Pues muy bien.