viernes, 18 de abril de 2014

Unas notas urgentes ante la muerte de Gabriel García Márquez

Murió ayer Gabo, nombre familiar de un grande de la literatura universal: Gabriel García Márquez. Lo hizo en la capital mejicana, donde estableció su residencia desde los años sesenta. Autor de novelas memorables, se consideró siempre periodista. Fue uno de los escritores, quizás el principal, de lo que desde finales de la década de los sesenta se conoció como el “boom latinoamericano”, un eufemismo que englobaba una forma distinta de concebir la literatura y de lanzamiento publicitario.

Su obra está en el origen del realismo mágico, una corriente literaria que sigue gozando de un gran reconocimiento universal. Hermana de lo real maravilloso, con Alejo Carpentier como principal exponente, ambas corrientes son hijas de un continente grande, diverso en sus gentes, complejo en su cultura y de una naturaleza portentosa. Las dos acaban fundiendo lo real y lo imaginario. García Márquez, sin embargo, no hace uso del barroquismo estilístico, a la vez que presenta la realidad como el centro de sus relatos, a cuyos personajes dota de situaciones inverosímiles.

Cien años de soledad es la novela que lo catapultó a la fama y con ella la de una de las corrientes literarias más leídas, reconocidas y originales del siglo XX. Fue, por supuesto, la gran obra de su autor, la misma que llevó a Pablo Neruda a decir que era la mejor novela después de El Quijote. Publicada por primera vez en 1967, no gozó de fama en España hasta los años setenta. En 1974 tuve la ocasión de leerla en una edición argentina de Editorial Sudamericana. El mundo de Macondo y las vivencias de la saga de los Buendía llenaron las casi 400 páginas de la novela, que leí con avidez. Desde el primer momento -“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”- me vi atrapado por el relato.

No recuerdo el orden, pero por esos años leí también La hojarasca, bastante anterior, y El otoño del patriarca, publicada en 1975. La primera, antesala del universo que explota en Cien años de soledad. La segunda, una descripción de la soledad del poder a través de un viejo dictador, que no deja de ser la marioneta de quienes mueven realmente los hilos.

Tras un paréntesis literario de varios años, dedicado a la escritura de artículos periodísticos, regresó con Crónica de una muerte anunciada. En una narración no muy extensa fue capaz de concentrar la atención de quienes la leíamos mediante la metáfora de un aspecto de la condición humana: la falta de conciencia de lo que nos puede ocurrir en la vida, aunque quienes nos rodean lo sepan. Años después leí El general en su laberinto, un homenaje a Simón Bolívar, figura clave de la historia latinoamericana, héroe de la independencia, soñador de un continente más unido y víctima de las intrigas de quienes acabaron llevando las riendas del poder en cada uno de los países.

No recuerdo ahora otras obras que haya leído del escritor colombiano, pero sí me vienen a la memoria otros aspectos de su vida. Uno, la recepción en Estocolmo del Premio Nobel de Literatura, en 1982, vestido todo de blanco con la guayabera blanca caribeña, reivindicando con ese gesto su cultura de origen. Y, sobre todo, su discurso, “La soledad de América Latina”, donde no dejó títeres con cabeza denunciando la colonización cultural europea y las atrocidades de las dictaduras que por esos años campaban a sus anchas bajo el amparo del poderosos vecino del norte. Otro, la del hombre comprometido por la paz en su país, siendo uno de los artífices de varios intentos por conseguirla desde los años 80. Siempre fue solidario y generoso con los intentos libertadores que se sucedieron en distintos países. Fue fiel hasta el final con la revolución cubana, visitando con frecuencia la isla caribeña y dejándose fotografiar con Fidel Castro, a quien consideraba su amigo. El Che, Salvador Allende, Hugo Chávez y tantos más posaron junto a él.

Tuvo claro García Márquez dónde estaba su sitio y cuáles debían ser sus compañías. No le faltó la conciencia de poner el acento en aquello que consideraba que podía dignificar a las gente, en especial las que habitan el continente donde nació y de donde surgió su obra. Supo cuándo iba a morir y espero que lo que no hicieron en vida, no consigan hacerlo una vez fallecido. Su obra es lo suficientemente grande para que acabe quedando en el olvido.


(Retrato hecho por Franco Azzinari)