Se cumplen 30 años de la aparición en las pantallas de Los santos inocentes, la adaptación al cine de la novela homónima de Miguel Delibes. Nos lo recuerda hoy un artículo de Borja Hermoso en El País ("Regreso a 'Los santos inocentes'"). Asistí al estreno en Salamanca en el Teatro Bretón, hoy desaparecido. Acababa de llegar de Bulgaría, donde había pasado varios meses, cuando oí en medio del silencio la voz de mi amigo Nicolás: "¡¡Chuchiiii!! Y es que el documental que antecedía a la película estaba dedicado al país balcánico y, más concretamente, a la elaboración de su exquisito producto: el yogur. Por cierto, palabra de origen turco, que en el idioma búlgaro se dice -transcrito al alfabeto latino- kíselo mliako, algo así como crema de leche.
Anécdota aparte, la película dirigida por Mario Camus fue un éxito de taquilla, pero también, y ante todo, de buen hacer artístico. Se ha hablado mucho de las limitaciones que hay en las adaptaciones cinematográficas de las obras literarias. Me parece una tontería pontificar sobre ello. Se trata sólo de aprovechar una historia ya creada, de manera que le corresponde a la persona que dirija la película la responsabilidad de hacer un buen trabajo. Y eso Camus lo ha hecho bastante bien. De sus adaptaciones literarias recuerdo otras dos películas -Los pájaros de Baden-Baden, de Ignacio Aldecoa; y La colmena, de Camilo José Cela- y dos series de televisión -Fortunata y Jacinta, de Benito Pérez Galdós; y Los gozos y las sombras, de Gonzalo Torrente Ballester- donde ha obtenido resultados muy interesantes.
Los santos inocentes cuenta la historia de la ignominia de la explotación y humillación humanas. En este caso de las miserias que generan el poder y la riqueza de un grupo social muy hispano, el de los señoritos o caciques, que ha regido la historia de nuestro país durante décadas -y siglos-, especialmente en las provincias sureñas de Extremadura -donde se desarrolla la trama-, Castilla-La Mancha y Andalucía. Esa parte de la España negra de quienes, dueños de la tierra, ejercían, se sentían y hacían ostentación de tener el dominio sobre todas las gentes y en todos los aspectos de sus vidas. El dominio sobre el campesinado pobre, la mayoría de las veces sin tierras, ofertante sólo de sus brazos -de ahí lo de braceros y braceras- y receptor de jornales -jornaleros y jornaleras-, que en algunos casos residían durante todo el año en las tierras del cacique -gañanes-, en otros casos tenían la sola propiedad de una yunta como apero de labranza -yunteros y yunteras de Extremadura- y también, a veces, disponían del arriendo de algún miserable terruño -pegujaleros y pegujaleras.
Ignacio Hidalgo de Cisneros -comunista, general del ejército republicano y aristócrata de origen- nos describió con maestría en los años sesenta (Cambio de rumbo, Vitoria-Gasteiz, Ikusager, 2001) cuál era el perfil social de esos señoritos hispanos: "no trabajan nunca; aunque su ocupación oficial eran sus fincas, sólo aparecían por ellas para divertirse con sus amigos, correr alguna liebre con los galgos o cuando les interesaba alguna mocita de las familias de sus tierras". La novela de Delibes data de 1981 y la película de Camus de 1984, pero parece que Hidalgo de Cisneros creó con sus palabras el núcleo del argumento.
Los santos inocentes es la historia de quienes sufren lo indecible sin conciencia de su existencia, como el gañán Paco (qué Alfredo Landa tan diferente de su personalidad real y de buena parte de sus papeles), su esposa Régula (Terele Pávez, recién reconocida en los Goya), sus Nieves, Quirce y Charito, y, por supuesto, Azarías (Paco Rabal, como casi siempre, inmejorable), el personaje que -a pesar de todo- tienen un sentimiento más libre y es el único capaz de responder a la afrenta sufrida por la muerte de su querida Milana. Y es la historia también de quienes rezuman egoísmo, odio y desprecio, como el señorito Iván (un Juan Diego exquisito), el capataz don Pedro (Agustín González, correcto como siempre), doña Pura (Ágata Lys), una esposa de postín, y la señora marquesa (Mary Carrillo), la figura que en la narración engarza con un pasado que hunde las raíces en el feudalismo remoto.
Delibes y Camus situaron sus historias en los años sesenta, cuando la España del desarrollismo franquista, que estaba sentando las bases de una sociedad de capitalismo urbano, todavía mantenía amplias bolsas del señoritismo. El mismo que personifican sus protagonistas. El mismo que todavía se mantiene, espacialmente más reducido, en numerosos pueblos andaluces, extremeños y manchegos. Y -atención-, como el cineasta nos recuerda, el retrato que hizo de esa España aún tiene "una
vigencia enorme, porque, es cierto, santos inocentes hoy sigue habiendo muchos,
no hay más que ver cómo están las cosas, ya se sabe, esa separación brutal
entre los que están jodidos y los jodedores”.