Adoraba a
su padre y por él decidió dar un giro a su vida. Había ingresado en los claretianos
casi de niño, aunque por la merma de vocaciones los superiores de la congregación
mariana decidieron ese año, el de 1974, que los pocos que quedaban se
matricularan en el instituto. El masculino, como decíamos.
Allí llegó brioso, inteligente, extrovertido y con un ego subido. Fue mi compañero de pupitre durante los nueve meses de curso y las seis horas de cada día. Un tiempo que da mucho para tratarse. Y para trabajar, hablar, reír, ser cómplices de pillerías, enfadarse y hasta odiarse fugazmente.
Amigo de confidencias íntimas, sobre todo de sus conquistas con femeninas, pronto puso descubierto su alma y la de su padre. Que fuera falangista, mujeriego y borrachín no fue óbice para que, como ya dije, lo adorara. Por él decidió sustituir el hábito negro que le esperaba por la bata blanca. Por eso cambió las lenguas de César, Cicerón y Jenofonte, que traducíamos en sexto, por las matemáticas, la física y la química que, tras una preparación intensiva durante el verano, necesitó para poder hacer el COU de Ciencias.
Por lo que me contaba cada lunes, estaba claro era un buen aprendiz de lo que su progenitor le marcaba en materia, para él, de muchachas. Fue, por supuesto, obediente -o respetuoso, quién sabe- en encaminarse hacia los estudios de Medicina, lo que suponía un ascenso social desde la más modesta de practicante que tenía el padre.
Todavía eran tiempos de sombra, pero ya me emocionaba yo con la gente valerosa que salía a la calle a pasearse a cuerpo para mostrar que vivía y anunciaba algo nuevo. Mi compañero de pupitre, sin embargo, era de los que decían mantenerse entre los neutrales. Esa mayoría silenciosa de estómagos agradecidos y mentes atemorizadas que alimentó a los reformistas del régimen.
En los años siguientes nos vimos alguna que otra vez, sin que pasara de simples saludos o breves conversaciones. La última fue en 1982, cuando yo me dirigía a mi primera experiencia como opositor a la docencia y el ultimaba su carrera. El otro día vi su fotografía y también leí su autobiografía profesional. Ha pasado mucho tiempo y ya no es el joven de hace de más de treinta años. Su pelo ya tiene canas, pero conserva la mirada briosa. Las tierras de don Quijote -¡qué poco tenía de él!-, de donde era originario, acabaron siendo el escenario del destino que quería el falangista mujeriego y borrachín.